Si de algo no nos pueden acusar a los ecuatorianos es del delito de “seriedad”. Hemos dado pruebas más que fehacientes de qué tan veletas, saltimbanquis y farfullas podemos ser. Y esto no solo en nuestras relaciones interpersonales, sino sobre todo en lo institucional. Esta falta de coherencia hace que cada tanto corramos detrás del primer diletante que nos ofrece espejitos y nos promete la eterna felicidad. Estamos más preocupados de una elección de reina de belleza o un campeonato de fútbol que de los temas estructurales. Nuestra mala ortografía hace que casi no distingamos entre “votar” y “botar”, así como no asumamos jamás el coste de nuestras decisiones. Si los gobiernos hacen mal las cosas es porque nos han mentido y traicionado y no porque nuestras decisiones fueron erráticas y elegimos a mediocres que no tenían idea de qué hacer con el país.

Estas conductas son especialmente características de nuestra clase política. ¿Recuerdan ustedes el anuncio de Gobierno en 2008, que no pagaría un tramo de deuda externa y cuando el valor de dichos bonos se habían desplomado, mondos y lirondos procedimos a pagar los mismos, pocos días después? ¿O cuando anunciamos la iniciativa de dejar el petróleo bajo tierra en el Yasuní, para luego decir que “el mundo nos ha fallado” y proceder a la explotación de ese espacio de enorme riqueza natural? El tema del salvoconducto a Snowden, por ejemplo, nos retrató de cuerpo entero. No pudimos quedar peor. Somos tan serios, que tenemos un presidente que ha anunciado quince veces que va a renunciar y ahora promueve una enmienda constitucional que le permitirá reelegirse en 2017.

Nuestras autoridades no son sino el reflejo de lo que somos y constituyen un espejo en el que nos duele reconocernos. Estoy seguro de que la mayoría de los que criticaron el título forjado de Pedro Delgado, alguna vez se justificaron en un certificado médico de contenido falso. Detestamos la corrupción, pero no tenemos empacho en ofrecer dinero al vigilante que nos impone una multa de tránsito. Nos llenamos la boca con la palabra democracia y estamos dispuestos a romperla a la primera de bastos. No somos capaces como sociedad de asumir los costes de nuestras decisiones y ver un poco más allá de lo inmediato. Las cinco presidencias de Velasco Ibarra que marcaron políticamente al siglo XX o la reelección de Correa en 2013 es buena muestra de ello. Aquí no votamos “a favor de”, sino “en contra de”. Somos tan coherentes que queremos como mandatario a alguien con experiencia, pero sin pasado o relación política alguna. Una especie de marciano bien formado académicamente y políticamente aséptico, al que nunca encontramos.

Ahora el Gobierno habla de “golpe blando” e intenciones desestabilizadoras, mientras un sector de la oposición evidentemente le apuesta a una transición fuera de lo institucional. Más allá de la ruptura democrática que esto implicaría, creo firmemente que los efectos de un evento así serían devastadores para el país y la propia oposición. El mundo enfrenta una de las peores crisis económicas de la historia reciente. No es coincidencia que mientras la zona euro se tambaleaba hace pocas semanas por las crisis griega, las bolsas de valores chinas han perdido tanto como el 30% del valor de sus acciones, desde junio hasta la fecha. La ralentización de la economía china se sentirá en todo el mundo y de manera especial en los países que, como Ecuador, han recibido una fuerte cantidad de inversión del gigante asiático. Sin la inyección de recursos chinos el mercado de metales, por ejemplo, vivirá una crisis de enormes proporciones, así como los demás commodities y el petróleo no será la excepción. Si a eso le suman el acuerdo nuclear con Irán y el levantamiento de las sanciones económicas a ese país, que le permitirá introducir su petróleo al mercado e incrementar considerablemente la oferta, las expectativas son todavía más oscuras, sin contar los efectos de la apreciación del dólar y de la más que probable subida de las tasas de interés en Estados Unidos. Con todos estos antecedentes, es razonable prever que entre la fecha y el último trimestre de 2016 tengamos que enfrentar una crisis económica de grandes proporciones y sin paraguas alguno, pues la eliminación de toda forma de ahorro y el enorme gasto público solo hacen el estado de la economía más grave aún. Esta bomba explotará en las manos de quien se encuentre en el poder de aquí a fines de 2016, sea Correa o quien fuere. Las medidas por tomar, de recorte, austeridad e incremento de la carga tributaria tendrán enormes costes políticos, como lo experimentó el propio Gobierno con la reacción social ante sus proyectos de ley de herencias y plusvalía. ¿Quiere nuestra oposición eximir a Correa de esa responsabilidad? De ser así, tendremos como santo y genio a quien se comió el mayor periodo de bonanza de la historia. (O)

No somos capaces como sociedad de asumir los costes de nuestras decisiones y ver un poco más allá de lo inmediato.