Las fiestas de Guayaquil fueron una tregua en la ciudad. Hubo gente en las calles, compartiendo en familia, encontrándose, bailando, comiendo. También escuchando discursos políticos. Sin embargo, primó el encuentro sobre el desencuentro en el ambiente ciudadano. Y fue excelente.

En conjunto tenemos sed de un clima constructivo. La cultura de la polémica, del conflicto, de la confrontación es agobiante a todos los niveles. Porque frente a los problemas serios y graves que nos amenazan: económicos, climáticos, sociales, políticos, frente a la posible presencia del fenómeno de El Niño y los volcanes en erupción, la falta de liquidez que los expertos dicen que nos aqueja, la zozobra del futuro cercano, la población está tensa desde el más humilde trabajador al gerente experimentado.

Y eso está más allá, más adentro, más profundo que cualquier explicación, excusa o motivación ideológica. Tiene rostros, caras humanas. La sensación de estar siempre esperando la última novedad en la medición de fuerzas de los actores políticos y sociales produce a la larga un desencanto colectivo reflejado en inmovilismo y miedo, que es antesala de la violencia.

¿Será posible dar marcha atrás en ese ambiente de guerra en que vivimos midiendo las fuerzas de cada uno sin lograr tender puentes que permitan superar los escollos que nos paralizan?

La pregunta a formularse frente a las movilizaciones y paros que se anuncian es a favor de qué están quienes las hacen, no en contra de quién o de qué.

Hacer una marcha desde Zamora hasta Quito supone convicciones muy fuertes. Los indígenas están dispuestos a pagar un precio alto en cansancio y privaciones para hacerse oír. La marcha además hermana a los marchantes porque hacen camino juntos, comparten alegrías, anécdotas y fatigas. Y despierta solidaridad en las poblaciones por donde pasan. Gandhi, que organizó la famosa marcha de la sal, fue un maestro en ese tipo de movilizaciones. Sabía que las personas recuperan su dignidad y encuentran fuerza para defender sus demandas cuando se apoyan unas en otras, caminan una al lado de otra, sin jerarquías, pues el esfuerzo es el mismo, el cansancio el mismo, el hambre, la sed, el frío y el calor son los mismos, como iguales son las ampollas, los dolores musculares y el sueño. La marcha construye tejidos muy fuertes de fraternidad, de fortaleza. Resurge lo esencial.

Por eso ese clamor hay que oírlo, hay que dejarse conmover por él, cuestionar por él. Hay que admitir que hay problemas cuando hay comunidades y personas capaces de movilizarse concretamente en función de lo que creen, quieren y esperan.

Los acuerdos no son capitulaciones, son pasos adelante en la construcción de una sociedad en la que quepan todos y donde todos puedan saber que se los escucha aunque no siempre se pueda responder positivamente a todas las demandas.

La tarea política es compleja, requiere capacidad de dirección, de rectificación, de unir, si lo que de verdad se busca es una sociedad capaz de hacer frente a los desafíos múltiples que tiene por delante.

Medir el costo político, social, económico, humano de los conflictos no resueltos es tarea pendiente. Si se tuviera una idea más clara de lo que esto supone se buscarían los medios para encontrar respuestas pragmáticas que desaten los nudos que impiden que la sociedad, los ciudadanos, sean también actores en la búsqueda de soluciones. (O)