Esa es la pregunta de respuesta casi imposible. Tan complicada es responderla que tendemos a creer que los libros –o ese libro en concreto que tanto nos sorprendió y que regalamos una y otra vez a nuestros mejores amigos, o que a veces nos volvemos a comprar porque cometimos el error de prestar nuestro ejemplar– creemos, como decía, que esos libros tan especiales para nosotros llegan a nuestras manos como si se tratara de un acontecimiento mágico.

Pero de magia, ninguna. El efecto quizá sea mágico cuando lo descubrimos. Solo que hay más cosas alrededor como para que eso ocurra. Más de una vez me ha pasado que durante semanas o meses (o años), un mismo título aparece una y otra vez en conversaciones, o está mencionado en alguna entrevista, o incluso un personaje de una película, de pronto, lo tiene entre las manos. Entonces ocurre que nos decimos que ahora sí tenemos que leerlo. Luego pasa el tiempo y lo olvidamos. Tiempo después ocurre otro acontecimiento y alguien lo vuelve a mencionar. Entonces no lo postergamos más. Lo compramos, si es que antes no lo encontramos y pedimos en una biblioteca (si hay biblioteca y si es que esta lo tiene), y nos lanzamos a ese libro diciéndonos que esta vez no se va a escapar.

Para que ese efecto “mágico” se produzca se necesita un engranaje interminable, una complicada red que a los grandes estudiosos de la literatura intriga desde hace siglos. Quizá uno de los momentos fundacionales para ver esta situación está en la novela de Balzac, Las ilusiones perdidas. Un joven poeta de provincia, Lucien de Rubempré –su apellido de provincia es Chardon, pero se lo cambia para resultar más atractivo– viaja a París para dedicarse a escribir y a publicar. Allí descubrirá que para alcanzar lo que sueña y convertirse en un escritor de verdad, como se lo advertirá el círculo de D’Arthez, necesita tesón y mucho esfuerzo y mucho más tiempo de lo que estimaba, mientras que otro personaje, Lousteau, se resigna a lo que le pide cómodamente “el mecanismo del mundo”, sin abrirse camino, y además queriendo corromper al ingenuo de Rubempré. Las escenas en las que este conoce al librero-editor Dauriat son una muestra descarnadamente aterradora de lo que le podría pasar a un escritor para publicar su primer libro.

Los tiempos han cambiado, por supuesto. Desde la época de Balzac los derechos de autor de un libro ya no se ceden a un editor de por vida, sino por unos cuantos años. Lo que no ha cambiado es lo que observaba D’Arthez: se necesita tiempo y mucho esfuerzo para realmente crear una obra literaria.

Menciono esta novela de Balzac porque quien ha estudiado a fondo el tema de la circulación y valoración sobre los libros fue Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Solo que Bourdieu no se basa en la novela de Balzac sino en una posterior de Flaubert, La educación sentimental, publicada casi treinta años después de Las ilusiones perdidas, en 1869. Allí también hay un joven escritor de provincia, Frédéric Moreau, que termina vinculado a otro editor, solo que, en este caso, Moreau se enamora de la esposa del editor, madame Arnoux.

En ambos casos, los jóvenes escritores se dan cuenta de la importancia de entrar en contacto con buenos editores. Si no están publicados en tales sellos editoriales, su obra corre el riesgo de no tener prestigio y difusión. Un buen editor representa una garantía de calidad, desde el tipo de impresión que hace de los libros de sus autores, hasta el sentido de una colección literaria donde se llega a saber qué proyecto cultural se está creando. No olvidemos que en el Ecuador, Juan Montalvo buscó y logró editar con editoriales francesas y José de la Cuadra, Aguilera Malta y Pareja Diezcanseco, entre muchos otros, publicaron con editoriales argentinas y españolas. Luego viene la labor de libreros, reseñistas, entrevistadores, críticos, personas que recomiendan el libro. Hoy incluso se ha vuelto un criterio de valor que las novelas sean convertidas a películas.

Son infinidad de razones. Bourdieu pudo realizar su gran investigación en la cultura editorial y librera francesa porque esta tiene sus funciones claramente delimitadas, sobre la que se discute y sobre la que existe amplia documentación. Él quería demostrar que las figuras de los grandes escritores y sus libros responden a un entramado social muy complejo en el que se encuentra inscrita la posibilidad de que uno u otro pueda salir adelante, dependiendo de la obra que escriba –no solo de que venda–, pero también de lo que opina en su medio y del entorno en el que vive y publica. Incluso vendiendo poquísimo, el escritor que se sabe que está haciendo una obra diferente y arriesgada, aunque pierda dinero gana un capital que Bourdieu llama “capital simbólico” y que no puede ser comprado con el dinero.

Hay muchas más aristas en el pensamiento relacional de Bourdieu. Su propósito se conecta con la que se podría llamar una tradición desmitificadora que viene desde los postulados de Eichenbaum sobre El entorno literario de 1929, e incluso más atrás, desde Edgar Allan Poe, que en su ensayo sobre La filosofía de la composición abogaba que los escritores revelaran sus secretos y dudas al momento de escribir. Esta tradición desconfía de la idea del “don poético”, de que no es posible aprender a escribir, que es inexpugnable su dominio. Esta visión de que no es posible aprender a escribir lo único que defiende son los beneficios de un determinado entorno en el que sus miembros acceden a ese conocimiento y no quieren compartirlo para guardar todos sus beneficios.

Quiere decir entonces que el escritor no nace, sino que se hace. Exactamente eso. Y se hace sobre todo gracias a ese espacio interrelacionado en el que vive. Me repito la pregunta, entonces, pero ahora acotándola al caso de Ecuador, ¿cómo llegan los libros a nuestras manos? Intentaré una respuesta de aquí a quince días.(O)

Un buen editor representa una garantía de calidad, desde el tipo de impresión que hace de los libros de sus autores, hasta el sentido de una colección literaria donde se llega a saber qué proyecto cultural se está creando.