Paseo por los campos de Sajonia, alimentando la ilusión de que todavía existen puentes entre nuestras vidas artificiales y la naturaleza. Los trigales despeinados por el viento, el río dando de beber a los viñedos. Preguntándome por qué nos adaptamos a rutinas sin sentido, a rituales que veneran un solo ídolo: el dinero. Flotando en la sentimentalidad que le agarra al burgués cuando sale al campo, me estrellé sin preámbulos contra la realidad cuando a la velocidad del carro fueron creciendo ante mis ojos las entrañas reventadas de una central eléctrica. En la soledad de sembríos y pueblos tristes, rodeado tan solo de viento, yace hoy lo que un día se erigía: laberintos de tubos enmarañados, limadas del tiempo las murallas de asbesto, varillas de acero deformadas por las detonaciones. Veinticuatro mil toneladas de acero sobre la consciencia: no somos sino minúsculas piezas, un engranaje más en la maquinaria de un mundo cuya lógica y estética carece de toda armonía. Estas son las ruinas del desarrollo, visiones de película de ciencia ficción. Es lo que quedará de nosotros y nuestra civilización. Ni vasijas en forma de aves y falos, ni puntas de lanza, ni ídolos de barro o tumbas megalómanas surgiendo de las arenas al sol. Serán estos cadáveres de acero y concreto los vestigios de nuestro estilo de vida.

El azar había querido que tras recolectar cerezas a orillas del río me despertara del ensueño frente a la central térmica Thierbach. Desactivada en 1999, demolida por etapas, hoy tumba de sí misma, alguna vez fue una poderosísima planta de energía. Con ochocientos cuarenta megavatios abastecía a dos urbes y a decenas de pueblos. En sus calderas se quemaba carbón mineral cuyo vapor generaba energía. Sus entrañas mantenían viva una civilización cada vez más dependiente. Necesitamos hoy cantidades estratosféricas de energía: aire acondicionado, autos y aviones, aparatos y artilugios de todo tipo, quién puede vivir sin eso. Y sin todos los lujos con que nos consiente la industria. Alemania requiere cuatrocientos cincuenta millones de megavatios al año, doscientos cuarenta millones solo para la industria.

De este complejo aparato percibimos solamente la pantalla. La vida ya no es teatro sino cine. Las calderas, la maquinaria que alimenta nuestro estilo de vida es invisible. Como las alcantarillas y los basureros, ocultos a los ojos y a la nariz (quién podría vivir cada día consciente de nuestra producción masiva de desechos). Las plantas eléctricas son el corazón del mundo tal como lo hemos diseñado. Thierbach quemaba lignito, una de las fuentes de energía más sucias, desde 1969. De ahí que su chimenea midiese trescientos metros. Tras la guerra, tras el muro, es así como lograban abastecer a su gente. Y el mundo occidental, a pesar del “bienestar”, tampoco buscó mejores soluciones.

Central eléctrica Thierbach, Alemania. © Nico Renneberg, 2015

Hoy se demuele Thierbach al tiempo que se siembran los campos de paneles solares y aerogeneradores. En Espenhain, donde una vez hervían las calderas de Thierbach, se extiende hoy una de las centrales termoeléctricas solares más grande de Europa. Pero ni la buena fe ni los discursos de la fe bastan para solucionar el problema energético del mundo. Habría que cambiar radicalmente nuestra manera de vivir. Sí, del viento, del sol, del agua, del maíz, de todos los seres de la naturaleza podemos arrancar energía para mantener circulando nuestra respiración artificial. Y sin embargo habría que preguntarnos si es posible respirar de otra manera. Nuestro mundo de centros comerciales y bancos, de gobiernos y medidas, de regulaciones y empresas, modas y masas, telecomunicaciones y turismo nos envuelve con una intensidad tal, es tan poderosa la ilusión que perdemos de vista aquello de lo que está hecha la vida, el para qué y el porqué. Vivimos exaltados en su superficie, revolcados por sus mareas artificiales, vivimos muertos de iras porque el gobierno, porque el banco, porque el auto, porque las máquinas y los negocios... como si eso fuera la vida.

Nadie debería decir a otros cómo respirar, pero el arte tiene el poder de revelar posibilidades. Así que para contrarrestar la pesadilla entre las ruinas de nuestra civilización, los dejo con las palabras de Arun Joshi en su deslumbrante novela El extraño caso de Billy Biswas: “Jamás en su vida había esperado. Había admirado lagos y monumentos y montañas cubiertas de nieve brillando a la luz de la luna, pero nunca antes había realmente esperado la salida de la luna. De repente ya no era tan solo una atracción secundaria de la vida, algo que se da por hecho, sino la razón misma de encontrarse presente en la tierra esa noche. Estaba esperando a la luna, así como sentado a mi lado esperaba el amanecer y así como había esperado por el amor de una mujer, tal como un día esperaría a la muerte. Antes había esperado obtener títulos, dar conferencias, tener dinero, seguridad, un matrimonio de clase media, garantizar el bienestar de su hijo, preservar la dignidad de su familia, ser justo, estar bien vestido, ser normal y todas esas cosas que el hombre civilizado considera su deber o en las cuales fundamenta su felicidad...”. Y hoy esperaba la luna, porque eso era la vida. (O)