El 4 de julio es siempre para mí un día de celebración. Lo que festejo es la obra y el pensamiento de los Padres Fundadores, los principios mismos que dieron origen y grandeza a los Estados Unidos de América. Pero mi fiesta es solitaria, sin contacto con representantes del gobierno americano, quienes suelen estar más interesados en la defensa de políticas puntuales que en la filosofía y la historia que insufla su gran nación. Este fin de semana, que pasé recluido por causa de las desproporcionadas medidas decretadas por la llegada del papa, fue una excelente ocasión para reflexionar sobre la naturaleza laica de la Unión norteamericana.
La separación entre Estado y religión allí es radical. Si bien en la declaración de Independencia de 1776 se nombra, sin invocarlos, a Dios y al Creador, la Constitución expedida en 1787 no habla en lo absoluto de una divinidad y ni siquiera de religión. Esta será nombrada en la primera enmienda de 1791, que prohíbe al Congreso establecer una religión oficial o impedir la práctica de alguna fe. Y así se ha mantenido hasta nuestros días, el católico presidente Kennedy lo expresó: “Yo creo en una América en la que la separación entre Iglesia y Estado es absoluta”. Este laicismo sin resquicio convive perfectamente con una población sumamente religiosa y en la que la práctica sincera de cualquier culto es no solo respetada, sino prestigiada. Alexis de Tocqueville, el gran descriptor de la democracia americana, apreció el fenómeno, dice que los estadounidenses atribuyen el “dominio pacífico de la religión en su país principalmente a la separación de Iglesia y Estado” y agrega que durante su estancia en Estados Unidos no conoció “a un solo individuo, clérigo o laico, que no sea de la misma opinión”. Parece paradójico, pero es comprensible. Esto también hace que allí los practicantes de los distintos credos sean de manera patente más consecuentes con la ética de su respectiva doctrina.
En estos días vi accidentalmente dos documentos históricos franceses que ilustran la represión anticatólica: una foto en que un pomposo funcionario ataviado con banda tricolor expulsa con tropas a los monjes cartujos de su monasterio; y un decreto de un alcalde prohibiendo usar sotana en su jurisdicción. Esto no tiene nada de laicismo y similar camino siguió el Ecuador. Quizá el único presidente laicista que hemos tenido fue Vicente Rocafuerte. El Estado teocrático de García Moreno fue sucedido por el Estado antirreligioso jacobino del alfarismo, uno y otro son sello y cara de la moneda de la intolerancia. La actual visita del sumo pontífice católico ha demostrado que permanece ese carácter confesional de la política ecuatoriana. El respetable arribo del jerarca de una religión muy practicada en el país debía ser observado por el gobierno como una manifestación legítima de la gente, guardando distancia, apoyando, claro está, en materia de seguridad y similares, pero el régimen la ha convertido en un gigantesco mitin de apoyo a sus políticas y test de su popularidad. (O)