Frente al creciente descontento de grandes sectores sociales, el líder y sus seguidores no encontraron mejor recurso que bañarse en olor de santidad. La frenética actividad desplegada para recibir al jefe de la Iglesia católica –cuantificable en recursos públicos aportados por católicos y no católicos– puede ser demostración de su profunda fe o, terrenalmente, una simple maniobra política. Cabe tomarla también como una mezcla de ambas razones y, consecuentemente, todo lo que hemos vivido en estos días sería la expresión de una política orientada por concepciones religiosas. Si fuera así, estaríamos frente a algo parecido a una cruzada que, para estar a tono con los tiempos, podría considerarse como cruzada blanda, sin armas, sin ejércitos, pero con verdades absolutas que deben ser impuestas a los infieles.

Por ello, se hace evidente la fuerte y estrecha conexión que existe entre la incesante publicidad que busca convencer de las bondades de las dos leyes económicas y la atosigante cantidad de mensajes con los que intentaron apropiarse de la visita papal. Ambas propagan verdades absolutas, apelan a concepciones morales y marcan con precisión el límite entre píos y paganos. Es una conexión que se expresa claramente en la utilización de frases del papa que sugieren alguna relación con los contenidos y los objetivos de las leyes propuestas por el Gobierno. Como lo saben los publicistas (que sobran en el Gobierno), al fundir los dos mensajes se pretende trasladar las virtudes del uno al otro. Si, por principio, los católicos aceptan que su pontífice es infalible, y si hace alguna referencia a la pobreza, a la equidad, a la justicia social, en términos similares a los del líder, entonces este último también será un poseedor de la verdad.

Sin embargo, la cruzada blanda encuentra dos problemas. El primero es que entre los múltiples y profundos cambios de la sociedad ecuatoriana se cuenta el de su relación con la religión. Como sucede en todo proceso de modernización, la religiosidad va perdiendo terreno en lo público y tiende a relegarse al ámbito privado. La Iglesia católica dejó hace mucho tiempo de ser un actor político y, al contrario de lo ocurrido en varios países latinoamericanos, su lugar no ha sido ocupado por otras creencias. La palabra de un obispo no ocupa las primeras planas de los periódicos (a diferencia, por ejemplo, de la Argentina, donde Jorge Bergoglio era un personaje de la política). Sin dejar de ser una sociedad mayoritariamente creyente, ha separado lo celestial de lo terrenal.

El segundo es la torpeza con que el Gobierno ha enfrentado la situación de los últimos días. Es notoria la incapacidad para comprender que las protestas no se restringen a los dos proyectos de ley y que apuntan al contenido más profundo del proyecto político y económico. Sin comprensión política, la publicidad y las contramarchas son insuficientes e incluso contraproducentes y, a partir del miércoles, la cruzada blanda quedará como el frustrado intento de bañar a la revolución en olor de santidad. (O)