El nombre del libro oriental –de origen persa, recopilado por un escritor árabe y traducido al francés en el siglo XVIII, fijado en una versión definitiva al inglés, en el XIX– sugiere, pese a la cifra, los incontables esfuerzos para conseguir una meta. La historia del rey que por venganza mataba a una mujer cada noche hasta que se encontró con la inteligente Scherezade, que le contó una historia que quedaba interrumpida al amanecer para continuarla al día siguiente, es muestra de ingenio, paciencia y agudeza femenina.

Hace escasos meses, Ecuavisa nos regala una versión que alude al contenido clásico en formato de telenovela. Filmada en Estambul y con los cuidados tecnológicos que ahora se les pone a los seriales de televisión: preciosas panorámicas de la urbe, paisajes marinos, locaciones en las que se recrean ambientes con precisión, ha sido muy acogida por los ecuatorianos. A pesar de que se grabó en 2006 y duró dos años, con pausas –en el clásico crecimiento de una trama según la aceptación del público–, la hemos recibido como nueva, luego de los asonadores triunfos en Chile y Argentina.

La historia tiene muchas facetas adecuadas para ese gusto híbrido que nos domina a los espectadores: unas líneas tradicionales permanentes (queremos que el amor triunfe, que los buenos salgan ganando, que las familias no se desintegren), pero debe dar cabida a otras, dignas de nuestro tiempo: los conflictos empresariales, un trasfondo de acciones mafiosas, una problemática social.

Así, hemos ido avanzando en los típicos giros concéntricos de esa estructura que pone a una pareja en el núcleo y hace dar vueltas a muchos otros personajes en su torno. Onur y Scherezade son guapos, firmes, serios, sin alejarse demasiado del rol masculino habitual –don de mando, sequedad, cierta agresividad– y de lo que esperamos de una mujer: suavidad, elegancia, devoción maternal. Pero como ambos son profesionales contemporáneos –ese irrenunciable gusto por la riqueza y el poder de las telenovelas– se mueven entre grandes ejecutivos, cenas de negocios, reuniones de comités. El enredo amoroso ha desenvuelto una madeja favorable al entendimiento, aunque tengan como enemigos un hecho del pasado y sus temperamentos. Las historias menores han probado de todo: infidelidades, trata de blancas, delincuencia de alto grado, venganzas, manipulaciones de afectos y de comercio; los personajes son capaces de cambiar, sufren, viven accidentes, se desencuentran. Es decir, dan el apoyo suficiente para hacer la indispensable gimnasia del acercamiento y distancia al núcleo.

Alguien me dijo ya que la telenovela la aburre. No sé qué más se puede esperar de ese reparto de acciones a lo largo de 174 capítulos. Desde la literatura clásica quedó claro que una novela sentimental –y Corín Tellado lo aplicó muy bien– une a una pareja en un inicio, luego la separa a lo largo de una gama de obstáculos –en esta decisión se concentra la variedad de la trama– y la une para el final feliz. Y quienes vemos telenovelas no nos engañamos respecto de lo que estamos consumiendo: una metáfora repetida del sueño rosa de la vida.

Como si fuera posible labrar con seguridad, durante mil y una noches, la felicidad de la existencia. (O)