Tenía 15 años. Estábamos con mi padre en Roma. Fue consultado por nuestro servicio exterior si queríamos asistir a una misa en San Pedro. Fui la excusa. De pronto estábamos allí. A pocos metros del papa Paulo VI. Había que tomar la decisión de acercarse. Ninguno de los dos la adoptó. Pasó la oportunidad. La emoción y cierto rechazo a la parafernalia permaneció en mí.

Me pregunto acerca de mi religiosidad. ¿Cómo describirla? Fue solitaria. Se desarrolló cuando él, mi padre, permanecía en el exilio en México. Y yo ingresaba a la adolescencia sin esa referencia cercana. En casa de la abuela materna, de un conservadorismo lejano a mí. Para afirmar mi masculinidad sin padre físicamente presente y emular al “mejor” de mis primos, me regalaron una escopeta de aire para disparar balines. En un verano, como el que transcurre, “asesiné” a 80 colibríes. Pensaba que su vuelo estacionario los convertía en blancos perfectos. Y yo me convertía en un valiente (además en macho, creo). Luego vino una crisis extraordinaria. También solitaria. La dictadura era aún inflexible, fuerte. Acompañé a mi madre a una misa. Me sumergí en culpas. Luego, clandestinamente, fui a muchas misas. Hice mi propio imaginario acerca de lo que ocurría. Momentos de divinidad físicamente presente. Expiaciones. Culpas. Pensamientos abstractos.

Años después debía afrontar mi destino profesional. La universidad a las puertas. Mis padres presionaban por la abogacía. Fiel a mi espíritu libertario, había decidido por la “filosofía pura”. La Universidad Central, nuestra referencia necesaria, no ofrecía esa carrera. Ya en el colegio había visitado al Filosofado San Gregorio. La estación conceptual más abstracta de los jesuitas. Tomé la más ambigua decisión de mi vida, estudiar simultáneamente Filosofía y Derecho. Dos años me tomó el rectificarla. Al graduarme en el Filosofado, en plena transición a la Facultad de Ciencias Humanas, pude recapacitar en lo que había hecho. La decisión profesional había sido fundamentalmente una decisión por la militancia política.

Los jesuitas fueron un hogar excepcional para mi radicalidad. Nunca me planteé ser un sacerdote. Muchos radicales, generalmente ateos o agnósticos, aterrizábamos en el Filosofado para un entrenamiento conceptual. En unos casos para el Materialismo Dialéctico. En otros para el Materialismo Histórico. Redacté una tesis sobre Althusser. Pesada, enjundiosa, soberbia (de las otras aproximaciones a las Ciencias Sociales). Recogía debates leídos y de cuerpo presente. Con el Mocho Rubianes, el jesuita más destacado en el conocimiento del marxismo, y con el Suco Rivadeneira, el jesuita más destacado en el conocimiento de la metafísica. Que me enseñaron mucho. Muchísimo. Sobre todo, el rigor. Que permaneció mucho más allá de mi segunda estación jesuítica, la Pontificia Universidad Católica del Perú, pero esta vez en la Sociología, totalmente secularizada.

Han pasado papas e historia. Pero, sobre todo, mucha distancia con la expresión institucional del catolicismo. La Iglesia católica ha sido una concreción normativa y un aparato de conducción de voluntades poco convincente. Rezagado de los cambios sociales, de la producción de una nueva sociedad. Confrontativo con la emergencia de nuevos rumbos de la subjetividad. Desde donde se construye a la historia. Por donde surgen las células de la sana religiosidad contemporánea. De la conformación del individuo, no del individualismo. De la conformación de la confianza, cimientos de la justicia y de la libertad. Como de la institucionalidad democrática.

Ahora revalorizo más fuertemente, más justamente a mi subjetividad. No tiene orientación religiosa institucional. Pero sí se plantea sobre los continentes de aquello más grande de lo más grande que puedo pensar. De los sentidos finitos e infinitos. De la construcción subjetiva, hacia dentro, y de la construcción objetiva, en la sociedad. Desde allí, hacia las formas de la trascendencia. Más aún, cada vez estoy más convencido de que la verificación de mi construcción subjetiva es la sociedad. La sociedad como origen y destino de la energía transitoria que nos anima. La sociedad como concreción de todos los continentes. Es lo permanente entre los finitos. Los definidos por la limitación. Y la modestia como forma ética.

Pasaron los años e instalé un pie en Bolivia. La vida da vueltas y uno hace muchas cosas. La Conferencia Episcopal Boliviana pidió algunas veces mi asesoría. Quise hacerlo bien y hurgué en esas complejas relaciones entre la Iglesia y el sistema político. Así pude reconocer algunas iglesias más próximas a las élites –intelectuales, económicas, políticas– y otras a los movimientos de masas –los sindicatos, los partidos, los medios de comunicación–.

En aquella búsqueda pude comprender mejor a mi hogar, de comando compartido con una mujer de religiosidad católica profunda, conceptual y política, en que se conserva un ritual de cariño y respeto político a Luis Espinal. Un jesuita, especialista en comunicación, su compañero de comunidad, asesinado en 1980 por la dictadura de Luis García Meza al defender a la libertad de expresión dentro del conjunto de derechos que construyen a la justicia. El pueblo boliviano tramita su beatificación. Hoy mismo Gloria ha viajado a recibir la bendición papal, en La Paz, allí donde Luis Espinal fue asesinado.

Nuestra hija conserva, en su sala, en un rincón privilegiado, la escultura en madera que homenajea a una líder, tallada por Espinal, testimonio hacia el presente de esa religiosidad, que sin ser mía, respeto. Profundamente. En su biblioteca, hace tiempo encontré el libro las Oraciones a quemarropa de Luis Espinal. Y quiero, con ustedes, releer esta oración, que nos abraza a los andinos en nuestra circunstancia.

Sinceridad
“Somos insinceros. Por miedo a la verdad, controlamos los medios de información; procuramos desconocer la miseria; gritamos ante quienes no piensan como nosotros, para no escucharles.

Nos asfixia la insinceridad. La de la hipocresía; la de la adulación; la de la apologética; y la de la demagogia.

¿Qué sentido tiene este miedo de los ‘buenos’ ante la verdad?

En el fondo, no creemos que la verdad nos hará libres.

Jesucristo, nos da miedo la verdad, para serte sinceros. La verdad nos pone en carne viva; delata nuestra cobardía; descubre nuestras tergiversaciones; y nos obliga a actuar.

Danos fuerza para aceptar la verdad, la que vuelve a sus justas proporciones nuestras hinchadas apariencias.

Danos el coraje de aceptar la verdad, aunque la diga un enemigo, aunque la diga un subordinado.

Enséñanos, Señor, a creer en la fuerza de la verdad, para que no la tengamos que proteger con nuestras reticencias, y nuestras mentiritas.

Quisiéramos tener la sinceridad de la sencillez; de no aparentar lo que no somos. De seguir profesando lo que pensamos, aunque llegue la noche, y aunque cambie el gobierno.

La sinceridad es diálogo; la sinceridad tolera también la sinceridad ajena. Concédenos la sinceridad de admitir que nos podamos equivocar, y de que a veces nos equivocamos.

Si tenemos la verdad, no podemos camuflarla, no podemos ocultarla por miedo a la contradicción. Sabemos que la verdad triunfará.

Te pedimos, Señor, que cada día aumente nuestra verdad, escuchando todas las pequeñas verdades de los ‘otros’”. (O)

La sinceridad es diálogo; la sinceridad tolera también la sinceridad ajena. Concédenos la sinceridad de admitir que nos podamos equivocar, y de que a veces nos equivocamos.