La extraordinaria escritora Herta Müller pasó muchos años en Rumania bajo la dictadura de Ceausescu, en un ambiente de extrema intolerancia y estupidez que obligaba a hallar formas veladas para poder decir lo que verdaderamente pensaba sobre su país. Algunos narradores y poetas que se atrevieron a desnudar en su escritura la realidad de su régimen político tuvieron que pagar precios muy altos, incluidos los del silencio, la desaparición y la muerte. Sobre esta tragedia versa En la trampa: tres ensayos (Madrid, Siruela, 2015), libro originalmente publicado en alemán en 1996 y recientemente traducido al español.

Cuenta Müller que en los textos de Theodor Kramer, Ruth Klüger e Inge Müller –que se atrevían a retratar una situación existencial difícil e insostenible– encontró una compañía sinigual para soportar la grisura que el totalitarismo imponía en la vida cotidiana. La literatura ayuda –a quien se acerca a ella– a adquirir un pensamiento plural alejado de los dogmas; la literatura es un ejercicio de liberación en el que nadie –ni siquiera el patrón de una revolución– puede impedir la potencia de la imaginación, en la que todo es posible. La poesía ofrece modelos de lo humano que afinan nuestras maneras de pensar y sentir.

Al constatar la degradación moral que provocaba la dictadura en todos los órdenes de la vida rumana, Müller no quiso ser coculpable de ella. ¿Pero qué puede hacer un individuo –un artista– frente a la maquinaria de un Estado totalitario? En primer lugar, describirla. Müller señaló estas funestas situaciones: el razonamiento que no corresponde a la lógica oficial es declarado enemigo; si alguien da un sentido a su vida al margen de lo que dicta el Estado, incluso si no es asesinado, siempre recibe alguna forma de agresión, abierta o encubierta; un modo de ascenso social y económico de los colaboradores es el silencio frente al quebrantamiento de la ley.

Müller está convencida de que los subalternos del dictador son también culpables de los horrores de ese sistema. Entre esos colaboradores están los que se ponen a disposición del régimen sin que se lo hayan pedido; son los que quieren alcanzar posición y privilegios: “A veces puede ser una simple rebanada de pan más gruesa que la del resto”. Son los que, caída la dictadura, dirán que querían hacer el bien y que, tal vez, entendieron mal qué era eso. También están los que colaboran por un pedido expreso. Son verdugos que tienen miedo de desobedecer; después dirán que solo cumplían órdenes.

Están aquellos que quieren colaborar pero nadie se lo ha pedido. Son los simpatizantes, atentos a lo que cae de la mesa del poder. Para ellos es el dicho “Cabeza agachada no la corta la espada”. Caída la dictadura, dirán que esos tiempos no eran tan terribles. Y están los que no colaboran, los que expresan sus opiniones en voz alta y sin que les pregunten; son los que no sucumbirán al aplauso irracional y servil para el líder. Aunque puedan ser destrozados por la maquinaria de propaganda del Estado, jamás aceptarán que la única verdad sea aquella inscrita en los mensajes oficiales, todos resultado del delirio de la cabeza del Estado. (O)