Ayer, mi amigo y gran colega Eduardo McIntosh sube en su cuenta de Twitter una foto, en la que se muestra el gran contraste entre el caos vehicular de las calles del Ámsterdam del siglo pasado versus el orden y la calidez humana que caracterizan actualmente a las calles de la capital holandesa. McIntosh acompaña tales fotos con un comentario crucial y certero: Para los que dicen: “Es que en Guayaquil no se puede”, “es que Guayaquil no es Ámsterdam”. Su mensaje es simple. Podemos lograr que Guayaquil cambie, y que lo haga para bien.

Comencé a releer el último libro de Rowan Moore, titulado Por qué construimos. Su primer capítulo, titulado El deseo da forma al espacio y el espacio da forma al deseo, narra los grandes emprendimientos ocurridos y construidos en Dubái, durante las dos décadas anteriores. El Dubái de hoy se origina en la visión y la mente del sheik Mohamed bin Rashid al-Maktoum, quien anhelaba convertir su pequeño reino en sitio que impacte al mundo por su radical e innovadora grandeza. Y es así como se inicia la construcción de este nuevo Versalles, donde la tecnología constructiva se convirtió en la nueva expresión del barroco contemporáneo. De pronto, aquel pequeño poblado originalmente dedicado a la extracción de perlas se vio transformado con un hotel de siete estrellas; islas residenciales artificiales, que dibujan palmeras y un mapamundi sobre el mar; rascacielos inauditamente lujosos, entre ellos el Burj Khalifa, el edificio más alto en la actualidad.

Sin embargo, el oro de los tontos se delata cuando pierde su brillo. Dubái no cuenta con un sistema de aguas servidas. Sus edificaciones deben evacuar los desechos humanos por medio de tanqueros hacia la única planta de tratamiento existente en el reino. Cuando las filas de tanqueros son muy largas, estos aprovechan las tuberías de aguas lluvias para evacuar sus nauseabundos contenidos. Y fue así como el lujoso club de yates de la ciudad se vio de pronto rodeado por un ejército flotante de desechos humanos.

Evidentemente, Dubái no es producto de la necesidad. Tampoco es producto de la abundancia. Los demás reinos del sector han sido más prudentes en la elaboración de sus proyectos. No han evitado los lujos, pero han tratado de enfocarse un poco más en el beneficio común: universidades, medios innovadores de transporte masivo, museos, etcétera. Rowan Moore señala que es el deseo el catalizador final que apunta a la realización de los proyectos.

En contraparte, el caso del Railroad Park de Birmingham nos demuestra que el deseo puede ser algo colectivo. La ciudadanía entera miraba los terrenos abandonados de la empresa de ferrocarriles, con el anhelo de poder convertirlos en un parque. La pelea fue larga, pero al final se logró el objetivo, con un parque que ha recibido el reconocimiento de la comunidad estadounidense, no solo por los beneficios que ha traído a la comunidad, sino por haber sido producto materializado del deseo colectivo.

McIntosh tiene razón. Guayaquil puede cambiar, y debe cambiar para bien. Definamos bien los proyectos que pueden mejorar nuestra ciudad, y evitemos los que puedan perjudicarla. (O)