Deslizarnos entre gotas de lluvia es imposible, pero intentamos ignorar lo inevitable. Mueren parientes, allegados, vivimos como si fuésemos inmortales. Cuando nos enamoramos, llegamos a la rutina por no saber renovar el sentimiento. El ocaso luce lejano, Sartre escribió: “Hoy se entra en la muerte como si fuera un molino”. Después del velatorio, con café malo incluido, nos vamos a casa convencidos de que solo los demás mueren cuando en realidad no hay edad para fallecer, tampoco para amar, siendo el amor la única opción para desafiar nuestra mortalidad.

Desde que el hombre se volvió lobo para el hombre (Homo homini lupus) no hemos logrado erradicar del planeta la más atroz violencia, convertimos en estadísticas los 3.000 muertos de las Torres Gemelas, los 186.000 que perecieron y los 43.000 desaparecidos en el tsunami de Malasia hace once años, las 170.000 víctimas de Hiroshima, las 80.000 en Nagasaki, los millones de soldados y civiles muertos en innumerables guerras, seguimos experimentando con bombas atómicas, tenemos reserva suficiente para desintegrar el planeta. Se vuelve profético aquel cuadro de Goya en el que dos hombres se enfrentan a garrotazos sin darse cuenta de que cada golpe los hunde más y más en arenas movedizas. Las torres mellizas quedaron ancladas en un lejano pasado, los Estados Unidos pretenden monopolizar al Todopoderoso (God Bless America), los musulmanes confían en Alá (Allah k’bar), los judíos siguen esperando al Mesías, mientras Palestina salvajemente bombardeada ve su territorio encogerse mediante continuas mutilaciones hasta reducirse casi a la nada. Los diarios nos hablan de violaciones, decapitaciones, homicidios, 180 femicidios diarios en el mundo: lo que no nos toca de muy cerca no parece afectarnos.

Actualizar duele, lo evitamos. En un avión de línea, pasajeros aterrorizados ven por las ventanillas perfilarse el World Trade Center. Con toda la potencia de sus reactores la bomba humana cruza de par en par el soberbio símbolo, los cuerpos se evaporan molidos entre fuego y cemento, majados, triturados, carbonizados en cuestión de segundos: “Se necesitan nueve meses para engendrar a un ser humano, basta un segundo para matarlo”. Quienes tomaron el mando de los aviones serán considerados como mártires: “Y libéranos de aquellos que no creen”, el lapidario comentario.

Durante casi dos siglos la furia de las cruzadas hizo añicos al mundo árabe, pues los católicos pretendían recuperar el Santo Sepulcro, había que matar en nombre de Dios. Los pilotos suicidas, asimismo como los kamikazes japoneses, morían por una creencia. Los integrantes de la Waffen S.S. alemana juraban fidelidad al Führer (¡Heil, Hitler!) y se comprometían a morir por él. Una causa no es necesariamente justa porque muchos ofrecen su vida por ella.

Puede ser que mañana un golpe certero acabe con las torres de nuestra personal prepotencia, pues según la leyenda no hablamos el mismo idioma desde que intentamos escalar el cielo. Vivimos en un grano de arena girando a 460 metros por segundo, hablar de Very Important Person me sabe a broma, la reina de Inglaterra tiene que bajar la válvula como cualquier otro mortal. Siempre será más fácil amordazar la conciencia. (O)