Como se recordará, Mario Vargas Llosa, el premio nobel de literatura, en su obra La fiesta del chivo, con la ayuda de su prodigiosa imaginación y valiéndose también de referencias de carácter histórico, traslada al lector a esa oscura época de la República Dominicana en que dominaba Rafael Leonidas Trujillo, conocido como el Benefactor.

En su novela, este genio de las letras hace una formidable descripción de la mirada del dictador que, dicho sea de paso, nadie podía resistirla “…sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes”.

Realmente, esa fotografía recoge la esencia del auténtico rostro del sátrapa sobre el cual, además, la mitología popular, se encargó de presentarlo como un hombre que “…no sudaba, no dormía, nunca tenía una arruga en el uniforme…”, proyectando en lo público, de esa manera, una imagen de poder y superioridad frente al resto de la población; aunque en lo privado emergía la figura de un hombre lleno de debilidades y con profundos complejos.

De ahí que al referirse a la dictadura no haya espacio para buscar resignificados. Simplemente es lo que es, en cuanto a un régimen político que no reconoce límites al poder y que actúa en consecuencia a esa maquiavélica visión, pisoteando las leyes e irrespetando los derechos fundamentales de las personas, principalmente de las voces disidentes. En el caso de América Latina, por ejemplo, las sangrientas y demenciales dictaduras del cono sur (Chile, Argentina, Uruguay) han dejado profundas huellas de dolor e incluso marcado a generaciones de personas formadas en un ambiente cargado de miedos, recelos y desesperanza…

Por ello, hemos de coincidir en que la palabra dictadura no genera adhesiones ni simpatías, sino todo lo contrario, un frontal rechazo, por lo despreciable de su concepto y alcance. Tanto es así que el expresidente Jaime Roldós Aguilera promovió la llamada Carta de Riobamba, para afianzar, precisamente, la protección de los derechos humanos como norma de conducta de los estados, lo cual trasciende la rigidez del término soberanía.

Todo esto explica, verbigracia, el que se hayan levantado en la opinión pública nacional abiertas críticas al spot “Si esta fuera una dictadura”, difundido en redes sociales y en el que, con mentes lúcidas y corazones ardientes, sus promotores ‘cuestionan’ la idea de que un dictador, a diferencia de su proceder déspota y mirada penetrante, termine siendo un tirano y que, más bien, a la dictadura se la vincula con el amor, el pueblo, la patria, la revolución, el progreso y la educación. Y para reforzar ese mensaje se llega a utilizar imágenes de niños y jóvenes (aunque me pregunto ¿qué dirá al respecto el Código de la Niñez y Adolescencia?) que le sonríen a esa forma angelical de gobierno en la que a sus autoridades “el corazón les está dictando”.

En ninguna parte del mundo civilizado, y menos aún en América Latina como producto de su doloroso parto hacia la democracia, se pueden tolerar expresiones como “¡Viva la dictadura en el #Ecuador!”. (O)