Brian Banks era uno de los mejores jugadores de fútbol en preparatoria cuando en el 2002, a los 16 años, fue acusado de violación.

Su acusadora, Wanetta Gibson, dijo que Banks la había llevado a la fuerza a unas escaleras de su preparatoria en California y la había violado.

Expulsado de su escuela y después condenado por violación, Banks estuvo más de cinco años en la cárcel. No llegó a ser estrella del fútbol profesional sino delincuente sexual registrado.

Después, en el 2011, Gibson se desdijo. No había habido ninguna violación (al parecer, ella inventó la acusación para que su madre no se enterara de que había tenido relaciones sexuales). Finalmente, Banks fue exonerado y su condena, revocada. Y a los 28 años jugó una breve temporada con los Halcones de Atlanta. Pero, habiendo pasado tanto tiempo alejado del emparrillado, ya era demasiado tarde para ponerse al día.

Pesadillas de este tipo son las que acuden a la mente cuando los estadounidenses temen una represión agresiva contra la violencia sexual. Es un miedo legítimo.

Jon Krakauer narra la historia de Brian Banks en su espléndido libro Missoula, de reciente publicación, como un recordatorio con advertencia. Empero, en su libro sobre violación de conocidos en un pueblo universitario, él también deja en claro que lo que es mucho más común es otro tipo de injusticia: los perpetradores de violación se salen con la suya una y otra vez.

Un estudio cuidadoso encontró que las acusaciones falsas representan de 2 a 10% de los casos de violación. Empero, las víctimas (en su mayoría mujeres y muchachas, pero también hombres y muchachos) sistemáticamente son escarnecidas y acusadas. La organización Human Rights Watch informó este mes que casi dos terceras partes de los miembros de las Fuerzas Armadas que reportan ataques sexuales se enfrentan a represalias. Considerando los riesgos, la gran mayoría de los casos de violación nunca se reportan a las autoridades.

El resultado es impunidad. Y eso fomenta más violaciones.

Los académicos han descubierto que muchos ataques sexuales son llevados a cabo por un pequeño número de hombres que atacan repetidamente; en muchos casos sin darse cuenta de que son violadores.

Es asombrosa la forma en que se llevó a cabo esta investigación: simplemente se les preguntó a los hombres si alguna vez habían tenido relaciones sexuales con alguien que no quisieran. Notablemente, la mayoría de los hombres dijo que sí.

Una de las secciones más escalofriantes del libro de Krakauer menciona a un miembro de una fraternidad estudiantil, “Frank”, que le explica su técnica a un investigador, David Lisak:

“Estábamos al acecho de las chicas bonitas, especialmente las de primer año, las más jovencitas. Ellas eran las más fáciles (...). Después hacíamos que bebieran algo inmediatamente (...). Ellas se zampaban la bebida pues, ya sabrás, eran novatas y estaban algo nerviosas”.

“Frank” relata cómo puso en la mira a una joven, la doblegó con ponche con alcohol y después la llevó a la cama. “En un momento dado, ella empezó a decir cosas como que no quería hacer eso en ese momento, o algo por el estilo. Yo seguía concentrado en quitarle la ropa y ella empezó a retorcerse. Pero eso de hecho ayudó pues fue más fácil quitarle la blusa. Ella trató de apartarme, así que yo la empujé hacia abajo. Es decir, ella estaba tan borracha que probablemente ni cuenta se daba de lo que estaba pasando, de todos modos. No sé, quizá fue porque ella me empezó a empujar. Pero, ya ves, yo solo me recargué más en ella, quitándole la ropa”.

“Frank” precisó que tenía el brazo encima del pecho de ella, hacia la base del cuello, para impedir que se retorciera tanto mientras él hacía lo suyo. Cuando terminó, se vistió y se regresó a la fiesta.

¿Y la muchacha? “Ella se fue”.

No hay soluciones fáciles, pero una forma de combatir esta epidemia es la vía legal: perseguirlos agresivamente, si bien reconociendo que los encuentros sexuales suelen ser complejos, ambiguos, impulsados por alcohol y llenos de incertidumbres con acusaciones de ida y vuelta.

Otra forma de combatirla es cultural: conversaciones sin ambages entre hombres y mujeres por igual sobre el consentimiento, el alcohol y la necesidad de que intervengan los amigos en lo que se llama “intervención de los circunstantes”. Eso significa que, así como no permitimos que un amigo maneje en estado de ebriedad, tampoco dejamos que un amigo se aproveche de alguien, ni que una amiga borracha sea conducida a la cama de un depredador.

Uno de los problemas fundamentales es que la palabra violación convoca imágenes de un extraño que se abalanza desde los arbustos. Claro, eso sucede. Pero la mayoría de los ataques sexuales ocurre entre conocidos. Nos sobresaltamos ante la verdad de que es menos probable que el violador cometa su fechoría a punta de pistola que después de haberle brindado una bebida alcohólica, coqueteado y besado a su víctima. Es por eso que los hombres deben ser parte de esta discusión, pues es una falla de toda la sociedad que hombres como Frank no estén conscientes de que son violadores.

Yo animaría a los chicos en edad universitaria a leer Missoula. Y necesitamos tener conversaciones más abiertas entre hombres y mujeres jóvenes sobre los verdaderos riesgos de las falsas acusaciones, pero también de la injusticia mucho más común de costumbres legales y sociales laxas que permiten que los depredadores se salgan con la suya, violación tras violación. Ya es tiempo de dejar de estremecernos.

Nos sobresaltamos ante la verdad de que es menos probable que el violador cometa su fechoría a punta de pistola que después de haberle brindado una bebida alcohólica, coqueteado y besado a su víctima. Es por eso que los hombres deben ser parte de esta discusión, pues es una falla de toda la sociedad que hombres como Frank no estén conscientes de que son violadores.

© The New York Times 2015 (O)