“Que se vayan todos, no creo en nadie”, reniega un señor parándose frente a mí. Permanezco quieto en la banca decidiendo si evadirme o escuchar sus argumentos. Toma un sorbo de vino para “apagar” la sed, mientras sujeta unos periódicos bajo una axila. Se sienta a mi lado con desplante. Consulta mi nacionalidad, le respondo. Me mira fijamente, confiesa que hace años fue marino mercante y estuvo en Ecuador. La piel pegada a los huesos y el torso desnudo desafían las temperaturas. El rostro muestra las huellas de turbulentas noches. Es “dueño” de tantos parques y plazas, donde acomoda su cartón y se abriga con periódicos que lo mantienen informado.

Es el Diablo y siente rabia como muchos por los casos de corrupción, que vincula a empresarios con la política y salpica a la nuera y al hijo de la presidenta Bachelet, abarcando a políticos de gobierno y oposición. La desconfianza de una “democracia” acusada de rehén de grupos económicos inunda pasillos de universidades, la calle, el metro. Como si fuera poco, el gobierno tiene que lidiar con las fuerzas de la naturaleza y el cuestionamiento de los damnificados en relación con la falta de ayuda oportuna. El descontento se refleja en encuestas como la Cadem, que muestra una baja al 31% de aprobación y un alza del 56% de desaprobación a la presidenta. Meses atrás estas cifras invertidas ratificaban la confianza de una mayoría en el bloque encabezado por Michelle Bachelet, que prometía reformas sociales que hoy pueden chocar con los intereses de grupos empresariales, acusados como financistas de campañas políticas. El cambio y ajuste de gabinete pretende revertir la opinión ciudadana, tarea complicada en medio de las reformas esperadas y del debate sobre la nueva Constitución.

El Diablo apoya las luchas estudiantiles por educación gratuita, que también denuncian la corrupción, respalda una Asamblea Constituyente y se enfurece por los estudiantes caídos. Las penas y el alcohol le borraron nombre y edad, pero no el razonamiento político. Nunca recuperó el carné perdido quién sabe dónde. Un día, porque sí, decidió rebautizarse como el Diablo, que en las noches hace reír con sus marineras anécdotas y pensar con sus críticas políticas. Sufragó por última vez cuando su NO derrotó a Pinochet y lo hizo soñar. “¿Votas en Chile?” Sí, le respondo. “¿Votarás otra vez?” Mi silencio otorga. Presiento que pese al difícil panorama, muchos tienen fe en la presidenta, aunque volver a recuperar la plena confianza en la democracia requiera quizá de un milagro celestial o de un pacto con el diablo.

Mi interlocutor conoce de pobreza, de desilusión, de desigualdades sociales, decidió sobrevivir –como otros– de monedas callejeras y sobras de restaurantes. “Este país está vendido, el pueblo trabaja para mantener a unos pocos”, afirma con la virulencia de los desposeídos. No cree en desenlaces milagrosos. Se para. “No malgastes tu voto, hermano”, me aconseja perdiéndose entre las tinieblas tras un olor a azufre. Quedo pensando en cómo creer que todo mejorará, que el gobierno retomará su rumbo, que se fortalecerá la democracia separando definitivamente la política de los negocios, ¿cómo creer? cuando ya ni el Diablo tiene fe. (O)