Por esas cosas del destino, o porque así fue planeado, la ceremonia de beatificación de monseñor Óscar Romero tuvo lugar en vísperas de la fiesta de Pentecostés. La expresión proviene del griego “Pentekosté”, que quiere decir “quincuagésimo día”. Tanto en la tradición judía como cristiana se refiere a la fiesta del día quincuagésimo contado a partir de la Pascua. En el primer caso se conmemora la Alianza del Sinaí ocurrida luego de cincuenta días de la huida de Egipto, fecha en que la Ley fue entregada a Moisés.

En tanto que en la tradición cristiana, lo que se celebra es la venida del Espíritu Santo cincuenta días después de la resurrección de Jesús. Como lo narran los Hechos, el encuentro ocurrió en Jerusalén mientras los apóstoles estaban reunidos en una habitación, encuentro que marca el comienzo de las actividades de la Iglesia. En las narraciones sobre Pentecostés que se encuentran en el Nuevo Testamento, las referencias al Espíritu Santo están asociadas con una fuerza que concede valentía y libertad. Valentía para hablar y predicar con convicción. Virtudes tan necesarias para los primeros cristianos que tuvieron que enfrentar a todo un andamiaje ideológico, político y social completamente adverso.

Por ello es que se dice que luego de Pentecostés los cristianos salieron (y deben salir) a hablar con “parresia”. El término viene relacionado con la forma como hablaba Jesús (Juan 7, 26; 11,14), es decir, con franqueza, con arrojo, sin temores de incomodar a las autoridades civiles o religiosas; en definitiva, parresia es hablar con libertad. Esta es otra expresión de origen griego, compuesta de dos palabras: “pan”, que significa todo, y “réhsis”, que significa discurso.

El significado que parresia tenía en la Antigua Grecia era el de libertad para decirlo todo, de hablar sinceramente, un derecho que gozaban los ciudadanos como reconocimiento de su dignidad, y que en realidad su ejercicio era un deber en aras del bien de la polis. (En 1983 Michael Foucault dedicó un interesante seminario al tema). El término viene enfatizado por Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio (“a la parresia de la fe debe corresponder la audacia de la razón...”).

Que hablar con parresia tiene sus riesgos, y a veces se paga un precio muy alto por hacerlo, lo evidenció monseñor Óscar Romero. Asesinado por un francotirador mientras ofrecía una misa en 1980, Romero había despertado la furia de esa dictadura, disfrazada de gobierno constitucional, que gobernaba entonces a El Salvador. Jamás le perdonaron su atrevimiento de hablar sin ambages contra las verdades oficiales; por su franqueza con la que denunciaba las violaciones de los derechos humanos que ocurrían en su país; por su solidaridad con los perseguidos políticos. Como dijo un año antes de su asesinato, precisamente en una homilía de Pentecostés: “La verdad siempre es perseguida”.

El ejemplo de Óscar Romero es realmente inspirador ahora cuando el hablar con esa parresia que lo caracterizaba a él se ha convertido en un delito, tiñendo de vergüenza a regímenes que se dicen democráticos. (O)