Es un poco misterioso en qué radica el poderoso vínculo que puede producirse con un escritor. Lo cierto es que sentimos numerosos puntos de conexión con su obra, nos interesamos por su vida y personalidad, y cuando armonizan las palabras de sus ficciones con las que profiere en la realidad –entrevistas y presentaciones– somos felices. Tenemos un amigo entrañable, de ubicua presencia.

Eso me pasa con varios nombres de la literatura universal, vivos o muertos. Están allí, al alcance, y llenan horas y muchos pensamientos de nuestra vida. Hoy me quiero referir a la argentina Claudia Piñeiro, cuya última novela acabo de leer. Una suerte pequeña es el corolario de una buena lista de piezas anteriores, que le han ganado respeto literario, traducciones al granel y millones de lectores. Quien ha leído Las viudas de los jueves, Elena sabe, Las grietas de Jara, Betibú encontrará en las nuevas páginas elementos en común pero también incorporará sorpresas.

Se trata de un relato claro, gradual, que no experimenta con estructuras cambiantes o planos superpuestos, pero que no por eso abandona al lector a la pasividad. El seguimiento de esas voces en primera persona que levantan individuos deshechos y vueltos a hacer en el caldero del dolor supremo y su asimilación, sostiene a buena parte de la narrativa contemporánea. En esta novela, Piñeiro vuelve sobre una experiencia de feminidad que exige a sus lectores ponerla en el rasero de la humanidad.

Naturalmente, no voy a privar al lector, con este comentario, del placer de la novedad cuando lean la novela, me refiero a sus más notables méritos sin tocar la anécdota. Creo que Una suerte pequeña debe leerse para apreciar la asunción de una feroz autoconciencia, labrada en la lenta agonía de una lucha interior a lo largo de varias décadas. Lo bueno, el consuelo para quien sufre con su protagonista, es que el hecho doloroso –patético en términos de la tragedia griega– llevará a su protagonista a una salida.

Valoro la dosificación precisa de los pasos del argumento, la construcción y reconstrucción de unos mismos escenarios con miradas distintas, en las que se sienten la base común y los cambios de visión; las revelaciones inesperadas. Y lo mejor, la capacidad de contar un mismo hecho clave desde dos vivencias diferentes. Es verdad que Claudia no inventa estas técnicas –usadas desde décadas por autores de gran renombre–, pero encontrarlas plasmadas con naturalidad, al servicio de un proyecto mayor, siempre serán inteligente y agradable.

Me gusta que el pronombre personal “él” –de repetida aparición en las primeras páginas de parte de una mujer que regresa–, no esté dirigido a un enamorado o amante porque desencaja un hábito mental, esa asociación inmediata que tenemos los lectores viciados por historias que insisten en los lazos del corazón, como si los grandes dramas del afecto fueran exclusividad de la pareja humana. La educación no es el tema de la novela, pero las muestras de hechos educativos, las notas críticas al respecto de instituciones vanidosas son acertadas; tampoco es una reflexión sobre la escritura, sin embargo las luchas por dominar la expresión tienen cabida. Me quedo con el símbolo de una mujer que liberó sus fantasmas: el pichón de murciélago que alza el vuelo.

Lo mejor de todo: que esta novela viene a nuestra ciudad, a la Fil-Gquil 2015, en agosto, con Claudia Piñeiro.(O)