Ahora sí todo está girando en torno al papa. Las cosas se van poniendo a punto para que su visita resulte perfecta. Pero eso tiene que ver con lo material: aeropuertos, templos, parqueaderos, explanadas. Y hasta renuncias. Sin embargo, como yo soy bien espiritual solo me voy a referir a los asuntos atinentes al alma, para pedirle al papa que los acoja.

¡Ay, papa! Así como la Iglesia suprimió el limbo, creo que ha suprimido también ciertos pecados que antes había y que ahora ya nuay. Está nomás de que usted los restablezca. Quebrantar los votos, por ejemplo, era pecado. No pues los votos de castidad, que aquí están en auge sobre todo para las mujeres, hasta que tengan título universitario. Los votos para las elecciones, digo. Todos los tribunales están en manos de nuestro propio papa que, ¡imagínese papa!, así quiere reelegirse indefinidamente. O sea más o menos es como si tuviera amarrado el sínodo y el humo blanco comenzara a salir antes de hora. Aprovechando su presencia, papa, usted está de que se mande un edicto de esos buenazos que sabe mandar, contra el delirio de la incontinencia.

Y verá, papa, le chismeo. Aquí la palabra de Dios ya no se escucha los domingos, sino los sábados. Encima, el sermón dura tres horas en las cuales el oficiante manda al infierno (es un decir, para no describir la casa donde les manda) a todos los que no son de su misma religión, contraviniendo lo que dispuso el Concilio Vaticano II porque no les llama hermanos separados ni nada de eso, sino que les nombra con unas palabras horribles que no le repito porque herirían sus beatíficos oídos. Además del pecado de la lengua, comete el pecado de la ira. ¡Qué iras que tiene! O sea, papa, usted en vez de darle la comunión está más bien que le suministre un rivotril, que le ha de hacer más efecto.

El perdón, papa, ya no dan aquí los sacerdotes, sino nuestro propio papa que exige se lo pidan quienes, a su criterio, le han faltado de palabra, obra u omisión. Si él quiere les perdona. Si no, fritos, les persigue como en tiempos de la Inquisición y después les envía a los quintos infiernos para que purguen su pena por los siglos de los siglos.

Y verá, papa, aquí usted le ha de escuchar decir su frase predilecta: que nos roben todo, menos la esperanza. Y así mismo es: nosotros tenemos la esperanza de que ya no se adjudiquen más contratos a dedo, la esperanza de que haya fiscalización y la esperanza de que los monaguillos (y las monaguillas) de la asamblea no obedezcan tan devotamente lo que nuestro papa les ordena. Bien está que nos roben todo, papa, menos la esperanza. Lo cierto es, papa, que todo se gasta a manos llenas y nanay las cuentas. Han aparecido tantos nuevos ricos que los fieles repetimos en letanía esa que dice “sacristán que vende cera y no tiene cerería, ¿de dónde pecata mea sino de la sacristía?”. O sea creo que aquí han tomado al pie de la letra la existencia de los días de guardar(se), que es lo que les conduce directamente al cielo del buen vivir.

Antes, papa, aquí era pecado mortal el nepotismo. Ahora, ni venial. Se lo borró de la lista y cada funcionario pone a su esposa, hijos, sobrinos y tíos en la burocracia. Tal vez ha de ser por eso de que “familia que trabaja unida, permanece unida”.

Bueno, papa, ya le he de seguir chismeando, pero no contará a nadie porque son secretos de confesión. (O)