En enero de este año, el papa Francisco visitó Filipinas, el Estado asiático con mayor número de católicos, dejando una huella imborrable a su paso por dicho país. El momento culminante de su estadía en Filipinas fue, sin lugar a dudas, la misa campal que celebró ante cerca de seis millones de personas en medio de una fuerte lluvia, estableciendo una concurrencia inédita en misas de ese tipo. Como era previsible, el lugar de la celebración, el Rizal Park, prestaba la mayoría de las condiciones necesarias para soportar una movilización de tal magnitud.

Tal como ocurrió en Filipinas, los lugares de las visitas papales y de las misas campales que celebra son revisados previa y meticulosamente por enviados del Vaticano, quienes analizan los factores de seguridad que atañen específicamente a la máxima autoridad de la Iglesia católica, factores que deben obviamente coordinarse con aquellos que tienen que ver con la seguridad de los miles de personas que acuden a estas misas, pues así como es imprescindible establecer la seguridad total del papa, es también incuestionable que similares condiciones se garanticen para todos los concurrentes. Señalo esto ya que a raíz de la polémica surgida en torno a la visita del papa a Guayaquil, específicamente al santuario del Señor de la Divina Misericordia, parecería que hay alguna pieza que no está encajando en su lugar, toda vez que resulta evidente que el lugar aledaño a dicho santuario no reúne precisamente las mejores condiciones para una concurrencia masiva y que en su lugar hay otras alternativas más precisas, por decir lo menos.

Asimismo, encuentro fuera de contexto la declaración de monseñor Fausto Trávez, arzobispo de Quito y presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, al advertir –y poner en palabras del papa– que si no va al santuario, el sumo pontífice no vendría a Guayaquil, pues más allá de que estemos en el año jubilar precisamente de la Divina Misericordia, debemos suponer que la deferencia del papa hacia Guayaquil se debe principalmente al hecho de querer compartir al menos unas cuantas horas con el pueblo guayaquileño, no exclusivamente porque quería visitar el santuario. Si ese era el caso, quizás hubiese sido preferible organizar una visita privada del papa al santuario ante unos cuantos centenares de personas que tengan espacio en dicho lugar, y el posterior almuerzo en el colegio Javier con el reencuentro con ese entrañable sacerdote jesuita que es Francisco Cortés.

Y estoy seguro de que los guayaquileños hubiésemos respetado y apreciado el gesto del papa, más allá de cualquier otra conjetura. Pero intuir ahora que la única supuesta razón para que Guayaquil sea tomada en cuenta por el papa es la visita a dicho santuario, me deja un sabor extraño, no consecuente con la gran admiración que guardo hacia el papa Francisco. Quizás ha faltado hablar más claro. (O)