Como cualquier ciudadano medianamente informado sabe, el “derecho”, en el mundo jurídico, tiene dos acepciones fundamentales; a saber: el “derecho objetivo”, que es el conjunto de normas o reglas legalmente existentes en un Estado, que rigen la actividad humana dentro del mismo y cuya inobservancia se halla castigada; y, el “derecho subjetivo”, que es el conjunto de facultades concretas atribuidas a un titular, de cuya voluntad o arbitrio depende su ejercicio. Así, en el Ecuador, el “derecho objetivo” estaría conformado, materialmente, por sus tratados internacionales, su Constitución, sus códigos y todas sus leyes y reglamentos, en su debido orden jerárquico; mientras que el “derecho subjetivo” estaría constituido por todas las facultades que cada uno de sus habitantes tiene, para hacer o no hacer –libremente– lo que el “derecho objetivo” le tiene permitido hacer o no hacer, como, por ejemplo, la facultad que tiene un acreedor para exigir que su deudor le pague los $ 2.000 que le debe, o la que tiene un trabajador para no afiliarse –si no le da la gana– al sindicato de la empresa en la que labora. En ese orden de cosas, por otro lado, cualquier ciudadano medianamente informado también sabe lo que en materia jurídica es la “obligación”, es decir, la forzosa situación legal en la que una persona se encuentra, en un momento determinado, por causa de una ley o de un contrato que ha celebrado, por ejemplo, de dar, hacer o no hacer alguna cosa; como la que tiene el antedicho deudor de los $ 2.000, de pagarlos, o la de los compañeros de aquel trabajador (y todo el mundo, incluyendo al propio Estado ecuatoriano) de respetar irrestrictamente su libre decisión de no sindicalizarse. Dicho lo cual, viene bien aclarar, en primer lugar, que hay “derechos subjetivos” (en adelante llamados simplemente “derechos”) que solo se pueden exigir respecto de ciertas personas determinadas, como el pago de los $ 2.000 que el acreedor únicamente se lo puede reclamar al deudor, y, en segundo lugar, que también hay “derechos” cuyo respeto podemos exigir y reclamar a todo el mundo (empezando por el Estado) y que los abogados identificamos con el latinazgo de erga omnes, para enfatizar que esos derechos tienen eficacia “frente a todos”, como el derecho de propiedad o el derecho de expresarnos libremente, por ejemplo. En consecuencia, todos los “derechos” tienen sus correspondientes “obligaciones”, que unas veces recaen solo sobre determinadas personas y otras, sobre todo el mundo.

Por las naturalezas propias de los “derechos” y de sus correspondientes “obligaciones”, estos y aquellas, individualmente considerados, solo pueden ser lo uno o lo otro; pero no ambas cosas a la vez, salvo raras excepciones, debidamente previstas en la ley de manera expresa y sin truco alguno, como ocurre con el derecho y la obligación de votar, según lo dispone expresamente el art. 62 de la Constitución.

Yo creo que al asumir los principales autores de la Constitución de Montecristi que habría sido una tautología seguir declarando en su art. 1 que el Ecuador era un “estado de derecho”, es decir, gobernado por “las leyes y no por los hombres”, ellos pluralizaron esa declaración, cambiándola por aquello de que el Ecuador es un “estado de derechos”, solo para alardear de que la savia bruta del nuevo país que estaban refundando serían –justamente– los “derechos” reconocidos y protegidos en la nueva Constitución. Tanto así, que en la de Montecristi se repite más de 370 veces la palabra “derecho”, en singular o plural; y, en línea con esa tendencia, lo mismo ocurre más de 100 veces con el más valioso de esos “derechos”, representado por la palabra “libertad” en sus distintas variantes. Y, aunque usted no lo crea, una de las instituciones jurídicas a la que más ha honrado con la palabra “derecho” la de Montecristi es a la libertad de expresión, como lo demuestran sus arts. 16, 18, 66 (numeral 6) y 384, con el aval de los numerales 4, 8 y 9 del art. 11, y con el blindaje de sus arts. 84 y 424, que declaran (estos últimos) que “en ningún caso las leyes atentarán contra los derechos que reconoce la Constitución” y que todas las leyes que no mantengan conformidad con las disposiciones constitucionales “carecerán de eficacia jurídica”.

Dicho esto, por un lado, hay que precisar que los citados arts. 16 y 18 establecen el “derecho” a una comunicación libre y a producir y difundir libremente informaciones acerca de hechos de interés general, lo cual se halla confirmado por el art. 384 de la Constitución, y, por otro lado, hay que aclarar que en ninguna parte de la misma se establece que ese “derecho” pueda ser –de manera alguna– también una “obligación” (salvo en los “estados de excepción”).

Así las cosas, pues, según la Constitución, los medios de comunicación siempre pueden libremente –dentro de los parámetros del caso– producir y difundir la información que les dé la gana, así como no producir ni difundir la que no quisieren; todo ello según sus principios o convicciones profesionales y sus legítimas prioridades empresariales.

No obstante todo lo antedicho, cuando la Asamblea Nacional expidió ese bodrio que hoy se llama “Ley Orgánica de Comunicación”, con fraude a la Constitución y con sobra de disimulo incluyó en su art. 18 la inconstitucional “obligación”, para los medios de comunicación, de cubrir y difundir informaciones sobre hechos o temas “de interés público” (que, como el lector imaginará, pueden ir desde la próxima visita del papa hasta la fractura del fémur del mejor goleador de cualquier campeonato de fútbol, según el gusto de cada quien y, no pocas veces, de acuerdo a la vanidad o a las ansias de publicidad del protagonista del caso).

El antedicho fraude a la Constitución tuvo lugar –con desprecio a los arts. 84 y 424 de la Constitución– para destruir completamente el derecho constitucional de poder producir y difundir libremente información acerca de hechos de interés público o general, que en homenaje a la democracia reconoce el art. 18 de la misma, con el pretexto aparente de impedir o castigar una supuesta censura previa, que, para colmo, sería imposible de que se produzca como tal.

Por todo lo expresado, aunque no ha habido manera de conseguir el texto oficial de la sentencia del caso, es obvio que, con base en dichos arts. 84 y 424, la sanción impuesta hace poco al diario La Hora por la Supercom, dizque por no cubrir la rendición de cuentas de un alcalde, constituye, por lo menos, una indecencia jurídica sin eficacia legal, producto de un fraude a la Constitución que no se puede soportar. Esto, claro, en el no consentido supuesto de que, según la Constitución, la Supercom sí tuviere facultades –que no las tiene– para juzgar infracciones y, peor, para sancionarlas.

(NOTA: Los antecedentes remotos de estas reflexiones son las publicadas anteriormente en EL UNIVERSO el 7 de diciembre del 2009, el 7 de julio, el 18 de septiembre y el 11 de diciembre del 2013).(O)