El mundo sigue su curso como lo ha hecho desde siempre. Algunos ricos quieren ser más ricos, los pobres son más pobres, el crecimiento económico es una especie de bebé hidrocefálico. Tantas cosas sucediendo alrededor de uno, la información atacándonos desde todos los frentes, 24/7. Y sin embargo, o quizá exactamente por ese exceso de material, hay días en que uno se levanta sin absolutamente nada que decir.

No sería tan trágico llegar sin ideas a la oficina, cumplir mecánicamente los procedimientos sabidos de memoria, escuchar pacientemente las brillantes y no tan brillantes ideas de los colegas. Tampoco es el fin del mundo si conducimos nuestro taxi en silencio, sin novedades que comentar. Hoy no se me ocurre nada, le responderíamos a quien nos preguntase por qué andamos replegados en el silencio.

Pero hay ciertos individuos que justamente se ganan la vida gracias a sus ocurrencias: comunicando anécdotas, informaciones, opiniones. Contando cuentos –guionistas, escritores, incluso los pintores– o metiéndole a alguien el cuento: los creativos de publicidad. Levantarse sin ideas es, entonces sí, una razón para quedarse en casa.

Tómate una copa de vino y verás cómo fluyen las ideas, le decía el editor de un programa de TV a una guionista. A un ingeniero que debe recomponer o armar una nueva máquina nadie le diría: tómate un vino y verás lo eficiente que te vuelves. Y no es que uno le haga ascos a un buen vino, peor aún a un buen martini seco. Es que simplemente no basta. Con suerte nos enciende, luego nos quema y apaga. El trabajo verdadero se lo realiza sobrio, independientemente de cómo se empiece, al margen de la cursilería de los mitos sobre la inspiración artística.

¿De dónde vienen las ideas? La “inspiración” se encuentra a veces en lugares de lo más corrientes: historias oídas subrepticiamente en el bus o robadas a los amigos, fotografías familiares, las predecibles e impredecibles páginas de los diarios locales, un ensayo sobre física cuántica o la vida de los lémures. Habituada a nutrirme justamente de este pan de cada día, abrí el periódico alemán que nunca me falla: el semanario El Tiempo. Pero la vida, con su inigualable sentido del humor, quiso que me tropezase en primera plana, en enormes letras rojas, con el siguiente titular: “Queridos lectores, esta semana lamentablemente no se nos ocurrió nada”. Y en una nota al pie: “Creatividad. Cómo encontrarla. Cómo fomentarla. Y cómo poner a volar la imaginación”. Asunto de vida o muerte tratándose de periodismo, habían resuelto dedicar varias páginas a reflexionar sobre el tema. Renombrados periodistas, filósofos y narradores respondían desde múltiples ángulos a la pregunta: ¿De dónde vienen las ideas?

La inspiración proviene del Espíritu Santo, asegura uno, de ese espíritu imprevisible que, como su símbolo lo indica, baja del cielo, viene cuando quiere, pero cuando otorga dones, lo hace con exceso. No una idea, una frasecita o una imagen donde empezar sino nada menos que ¡el don de lenguas! Cambia el mundo esta palomilla. Habrá visitado a Cervantes, Kafka y Borges, el Espíritu Santo, yo lamentablemente no lo he visto ni en pintura. Pero si le creemos al filósofo alemán Wilhelm Schmid no debemos preocuparnos pues “hoy el Espíritu Santo ya no flota en el cielo sino en Silicon Valley”: es allí donde florecen las ideas nacidas del intercambio, del contacto directo y el networking entre mentes innovadoras.

Si no nos visita la paloma ni vivimos en California, siempre nos queda la esperanza de que aparezca en nuestras vidas una hermosa, inteligente e inalcanzable señorita (o todo con “o”, y póngale señorito), como al poeta Butler Yeats, la valiente irlandesa Maud Gonne, o a Dante, Beatrice. Musas (¿se puede decir musos?) profanas, versiones modernas de las nueve hijas de Mnemósine, la diosa de la memoria.

Algunos, menos místicos, sostienen que la creatividad se entrena, es movimiento, es tener los sentidos abiertos al paso del tiempo. Otros afirman que las ideas se encuentran ya en nosotros, latentes, y se desnudan frente a nuestros ojos si les damos la oportunidad. Picar verduras, aspirar las alfombras, lavar platos. Sentarse a pensar y aguardar a que las ideas vengan a uno como peces a la carnada es como insistirle a un niño que coma, con la cuchara acosándole a dos centímetros del rostro. Toda buena madre sabe que es mala estrategia.

Pero muchos, como el pensador de Rodin quizá, esperan angustiados el rayo de la inspiración, aguardan el momento de la iluminación: ese portal que se abrirá dando finalmente paso a la luz de las ideas. Ajeno a esta postura, el exitoso escritor japonés Haruki Murakami se levanta cada madrugada a trotar y organiza su día con una disciplina casi militar pues, como afirma en una entrevista, necesita esa fuerza para abrir cada mañana, con sus propios brazos, ese portal.

Rechazo la palabra “inspiración”, dice Harald Martenstein, uno de los columnistas más célebres –odiado y amado– de Alemania. La verdadera fuerza creativa surge de la osadía. Un buen texto solo lo escribe quien no es cobarde, quien se sale del molde, quien se atreve y trabaja duro. La opinión, así como el arte, solo se puede generar desde la más absoluta libertad interna, incluso a riesgo de resultar ridículo o de despertar antipatía. La creatividad nace de la soberanía, del negarse “religiosamente” a ser súbdito. Las ideas se originan en la inconformidad, en la búsqueda incansable y disciplinada de las aristas ocultas de la vida.(O)

La opinión, así como el arte, solo se puede generar desde la más absoluta libertad interna, incluso a riesgo de resultar ridículo o de despertar antipatía.