Necesitaríamos varias vidas para saber quiénes somos. Freud, Jung y sus seguidores nos presentaron los diversos elementos que permiten desarmar nuestra propia personalidad. Ana Freud, hija de Sigmund, nos dejó un lúcido análisis de nuestras barreras en su publicación El yo y los mecanismos de defensa. Freud, al llamarla Anna Antígona le impuso un sello particular, pues ella se convertiría de verdad en la madre del psicoanálisis.

Muchos de nosotros nos dedicamos a observar o criticar el comportamiento ajeno olvidándonos de sopesar nuestras propias lacras, temores o imperfecciones. Desde que nacimos revelamos la parte más profunda, primitiva, desorganizada e innata de nuestra personalidad. Lo que Freud llamó el Ello   es la suma de nuestros impulsos, deseos, necesidades elementales o primitivas. Ciertos seres humanos se quedan en esta fase, nacen neurosis, aparecen psicópatas, violadores, asesinos desalmados, individuos que al no sentirse bien en su piel culpan a los demás de su inconformidad. El Ello está constituido por impulsos tan básicos como la tendencia natural a satisfacer el hambre, la sed, la urgencia sexual, “pulsiones de vida, alimentadas por la libido”.  Más tarde Freud descubrió la pulsión de la muerte, responsable de tendencias agresivas, destructivas. Poco a poco, la vida nos impone barreras sin las cuales no sería posible la convivencia, nace la censura, sea religiosa (Dios castiga o recompensa), moral (eso no se hace), social (¿si te ven, qué van a pensar de ti?)

La cultura nos impulsa a formar nuestro superyó, conciencia moral, ética personal que nos permite autoevaluarnos con lucidez. Desde luego, si un individuo no tiene formado aquel superyó, solo podrá dedicarse a criticar a sus semejantes, se estancará en una forma infantil de mirar el mundo perdiendo toda objetividad. Frente a las propuestas del Ello, egoísta hedonista, casi instintivo, frente a las normas exigentes del superyó está nuestro yo tan personal, el que nos distingue, nos permite elegir un comportamiento, una meta, una forma de pensar y de vivir. Independientemente de toda presión religiosa o social, podremos optar por ciertos principios, mandamientos prioritarios, nacerá el humanismo, será factible la autorrealización. Es absurdo pensar que sin los dioses no quedan valores. La frase de Dostoyevski: “Si Dios no existe, todo está permitido” es el más tonto de los sofismas. Los budistas no cuestionan la existencia de Dios porque les parece totalmente irrelevante... la existencia o no existencia de dioses no hará que su ética y moral cambien, así de sencillo. Toda creencia religiosa es cuestión de fe y no se puede debatir.

Cuando el yo, también llamado ego, se infla, se desborda, pierde el contacto con la realidad, espera que el mundo entero se amolde a él. La verdadera inteligencia consiste en saber elegir, distinguir, evaluar sin quedarnos presos de odios, prejuicios, tabúes, escrúpulos . Uno de los mecanismos de defensa llamado proyección nos impulsa a prestar a los demás nuestros propios defectos. Vivir y dejar vivir es la actitud adecuada frente a un mundo constituido de seres tan diferentes. Admirar o reconocer las virtudes del adversario siempre será muestra de nobleza. Las diversas religiones seguirán dividiendo a los humanos porque no existen guerras santas. (O)