Llegó la primavera a Alemania, un poco tarde, sí, pero es mi culpa, no del clima. Anduve yo un tanto ausente. Mas al fin aterricé y me dejé poseer por la euforia primaveral mafaldiana: ¡Llegó la primavera!

Niña tan tropical como andina, para mí la naturaleza fue siempre tanto el caos eterno como el invariable verde, la presencia constante de las flores. Seguramente los arupos no están siempre en flor pero mi infancia la recuerdo como un exuberante paisaje a colores, a veces tras un velo amarillento, como una foto quemada por el flash (el exceso de sol veraniego) y otras veces tras el velo vibrante de la lluvia.

Recién de adulta, ya instalada en Alemania, tomé consciencia de la drástica metamorfosis de los árboles cuando se quedan desnudos y se pueblan de cuervos que graznan al atardecer. Me convertí en melancólico testigo del ocaso de las hojas en otoño y de su renacimiento en primavera. De repente, en el mundo silencioso que se había impuesto hasta en las almas pálidas de los habitantes de estas frías tierras, irrumpen los gritos enloquecidos de algunos pájaros invisibles (hasta que un día los descubrí entre los arbustos).

Abril y mayo, orgía de flores, la ciudad repleta de ciclistas atravesando raudos los bosques con olor a ajo y cebolla (los bosques, no los ciclistas). Sí, como si una excéntrica abuelita viviera en medio del bosque y cocinara de sol a sol. Me tomó años atreverme a preguntar por qué los bosques olían a refrito: es el Baerlauch, me respondieron entonces. Baerlauch… un animal peludo y apestoso (como los que se suben al metro en los primeros días de calor, la primavera los agarró de sorpresa todavía con chompa de invierno y sin desodorante). Aturdida por el olor, recorría los bosques fantaseando en un encuentro con Herr Baerlauch: “Herr Baerlauch, mucho gusto, soy representante de la empresa N, he venido hasta acá para ofrecerle este producto de inigualable calidad, cosmética 100% natural, un desodorante sin sales de aluminio, se lo debe aplicar luego del baño diario… sí, todos los días hay que bañarse, Herr Baerlauch, como lo hacen en otras latitudes”.

Así que el Baerlauch era el responsable de que a la belleza visual de los bosques primaverales la opacase un tufo a cebollas y ajos. Imaginen la de gente que ciclea o pasea a diario por ahí, recién salida de la cama, en ayuno. Son cientos, miles, los que van de camino al trabajo, a la universidad, de camino a ninguna parte, por los bosques, y ahí está, flotando en el aire, la huella innegable de la existencia del Baerlauch.

Me bajé de un brinco del tren de mis fantasías cuando abrí el diccionario. No, ni peludo ni animal, el Baerlauch es una planta, un arbusto de hojas como espadas derrotadas, cubriendo los suelos de los bosques. Y sí, es comestible, no es gratuito el olor ni su nombre en español: ajo de oso. Se lo puede usar en ensaladas, quesos, siempre y cuando no se lo haya cosechado en un bosque urbano, donde entre los árboles orinan niños, perros, ratas y ranas.

Pero el hecho de que Baerlauch no sea un oso no significa que Alemania no esté poblada de criaturas resistiendo aún contra la civilización. Hablamos de la alienación del ser humano frente a la naturaleza y, sin embargo, sigue entre nosotros, maltrecha, acechando, transformándose. Ya no es una virgen inmaculada, de blanco frente al altar, es hoy una loca desequilibrada, desubicada, que pulula por ahí despojada de su hogar. Plantas que florecen en autos abandonados, enredaderas que revientan los ladrillos y raíces de árboles que hacen estallar las veredas. Y los animales… recordándonos que allí siguen, como desde siempre, observándonos en silencio.

Como esa vez, regresando a casa a medianoche (tras unas cuantas cervezas uno atraviesa la ciudad a pie sin decir ni miau) con una viada de 8 kilómetros, cuando doblé la esquina y de pronto sentí algo gordo y blando latiendo bajo mi zapato. Es tan indescriptible como inolvidable lo que uno experimenta al percatarse de que hay un puerco espín bajo su suela. Un ataque de náusea me hizo correr el último tramo a casa. Al día siguiente encontré al animal en medio de la calle, partido en dos, seguramente bajo el peso, ese sí definitivo, de las llantas de un camión.

Como los chanchos salvajes que se meten en los jardines de los viejecitos a comerse lo que encuentren, o las nutrias (las grandes ganadoras de la caída del muro) a las cuales liberaron en los canales de la ciudad de Leipzig. Si durante el comunismo se las criaba por miles para comérselas y coserlas, ahora en cambio andan por ahí, ratas gorditas y nadadoras, gozando de la libertad, proliferándose al ritmo del capitalismo.

O como los mapaches que habitan en los parques del centro de la ciudad. Como esa noche en que Anja y Nico miraban las estrellas, tomaban vino, se susurraban entre los árboles, cuando de repente escucharon a alguien merodeando por ahí. Sacaron la linterna, alumbraron a su alrededor hasta que encandilada por la luz surgió la cara redonda, aterradora entre la oscuridad, mirándolos fijamente a dos pasos de distancia, de un mapache.

Sí, ahí está la naturaleza, omnipresente; allí sigue, observándonos en silencio. (O)

Llegó la primavera a Alemania, un poco tarde, sí, pero es mi culpa, no del clima. Anduve yo un tanto ausente. Mas al fin aterricé y me dejé poseer por la euforia primaveral mafaldiana: ¡Llegó la primavera!