Visitar las islas Galápagos debería ser un sueño alcanzable para todo ecuatoriano en algún momento de su vida. No cabe duda de la belleza y la magnitud de su flora y su fauna. Cada isla tiene su propio y especial encanto. Al regodearnos con sus paisajes y con los animales en su hábitat natural, una embriagadora sensación de paz y tranquilidad parece apoderarse de nosotros. Los ciclos de vida y supervivencia animal están diseñados para cumplirse sin interferencia humana. No hay duda de que la naturaleza es maravillosa y se encuentra perfectamente equilibrada. En febrero del 2015, las islas Galápagos fueron reconocidas como el mejor lugar para la vida silvestre por parte de los lectores del periódico USA Today.

El ecosistema de Galápagos ha logrado una cierta armonía con habitantes y visitantes. Según reporta el Parque Nacional Galápagos, las islas reciben más de 200 mil visitas anuales entre turistas locales y extranjeros. Sin embargo y no obstante los esfuerzos de directivos y personal del Parque, diaria y constantemente debe lucharse contra la poca conciencia que los ecuatorianos en general tenemos acerca del extraordinario valor que poseen las islas. Obviamente, la experiencia no es igual si el viaje se ha programado exclusivamente en crucero, que si ha sido pensado para seguir el propio ritmo: reserva de hotel y contratación de cortos cruceros locales. Es fácil constatar el contraste entre las zonas más pobladas, con mayor infraestructura hotelera y gran cantidad de turistas extranjeros, y aquellas donde son más los nativos y los turistas locales. Ambos escenarios pueden darse dentro de una misma isla. Ahí es cuando la diferencia se hace evidente, principalmente en lo que se refiere a higiene y salubridad. La vida marina es diversa y depende de nosotros apreciarla y respetarla para que conserve su estado natural, sin sufrir impacto directo o indirecto por nuestra presencia. Pero con mucha tristeza pude observar desechos que teñían las orillas del mar.

En San Cristóbal se encuentra la mayor comunidad de lobos marinos. Ellos ocupan una extensa área de la playa del malecón, entrando y saliendo del mar según lo necesiten. Las hembras amamantan a sus críos y todos comparten el mismo hábitat. Defienden su territorio y no se inmutan ante la presencia humana. De hecho, hasta comparten con los humanos las bancas del malecón y pernoctan plácidamente en la arena de la playa. Sin embargo, a pocos metros, durante varias horas de la noche, un gran parlante muestra indiferencia transmitiendo música con un volumen ensordecedor.

La misma indolencia y la misma irresponsabilidad exhibe el transporte marítimo entre islas. No es en todos los casos, ciertamente, pero por ahora con uno basta y sobra. Embarcaciones que funcionan con permisos caducados y cantidad insuficiente de chalecos salvavidas. Tres pasajeros simplemente no lo tenían. Otro, un turista extranjero, reclamó porque él y su esposa carecían de chaleco. Un miembro de la tripulación no encontró mejor cosa que responder con un lacónico “hace calor”. Fue tal la presión que a la tripulación no le quedó más que despojarse de sus propios chalecos para que pudieran utilizarlos los pasajeros. ¡Se fue al traste la pretendida excusa! (O)