Cuando Aristóteles expresó su preocupación por la democracia como forma de gobierno, lo hizo porque la veía vulnerable a ser dominada por liderazgos basados en emociones, más que en el respeto a la ley. Y no era esta una mera especulación académica. Para la época en que él expuso estos temores en su clásica obra Política, Atenas había pasado un periodo de caos bajo el dominio de ciertos políticos que surgieron luego de la muerte de Pericles, como fueron Cleón y Cleofonte, y que por su estilo de hacer política fueron conocidos como los “demagogos”. Según Aristóteles, los demagogos tenían por objeto “ser escandalosos y agradar al pueblo con no otro pensamiento que el presente”.

Si bien desde la Atenas del gran Estagirita hasta el presente mucho ha cambiado en la configuración del Estado, en particular en términos de reducir tales riesgos, lo cierto es que los resquemores aristotélicos de cuán fácilmente pueden sucumbir las democracias en manos de la demagogia no se han disipado. Allí están las escalofriantes experiencias totalitarias europeas del siglo XX, o si se quiere algo más cercano allí están los recientes experimentos como el de la Venezuela del siglo XXI. Claros testimonios de un abismo al que se prefiere ignorar o se teme enfrentar.

La demagogia como perversión de la democracia alcanza probablemente su máxima expresión y su extrema medida en nuestra región con el populismo. Por ello es que algunos ven al populismo no tanto como una degeneración de la política o de la democracia, sino como una nueva forma de Estado. Es un Estado en el que no cabe confiar la solución de los conflictos sociales a las instituciones propias de una democracia liberal. No hay tiempo para ello. El debate, la prensa, la oposición, el debido proceso, el control constitucional, todo eso solo complica las soluciones. Y en el populismo lo que reina es la simplicidad. Los buenos contra los malos. Las causas de los problemas vienen simplificadas, los remedios fácilmente preparados, y los culpables –pues culpables es lo que más necesita el populismo– son sumariamente señalados y condenados.

En el Estado populista la separación de poderes o la autonomía de las sociedades intermedias es un estorbo. Los partidos, los sindicatos, los gremios profesionales, o desaparecen, o son simples alfombras; no se diga las cortes, las universidades o los intelectuales.

El Estado populista navega plácidamente sobre el mar de las emociones. Las ansiedades colectivas, el miedo, la inseguridad, las frustraciones, en fin, todos esos sentimientos que impregnan a la condición humana, encuentran en el populismo un refugio seguro. El supremo líder –porque el populismo rápidamente se convierte en una expresión personalista– de esta nueva forma de Estado tiene respuesta para todo. Solo él conoce a su pueblo, solo él siente sus problemas, solo él sabe cuál es la salida. La política se torna innecesaria, entonces.

Es difícil saber, por ello, si lo peor del populismo es su toma del Estado o el desierto que deja después de su caída. (O)