Ahora que escribo un par de encargos para una colección, me da por meditar en la razón de ser de esos textos que operan como preámbulo de los libros y que llevan este nombre etimológicamente tan claro. ¿De qué necesidad nacen los prólogos? No se trata de la “introducción” de una tesis o ensayo académico, esas sí bien definidas desde su requerimiento: operar como anunciadoras de lo que vendrá, poniendo en bandeja de plata las ideas fundamentales que se explayarán a lo largo del trabajo.

Los prólogos son más personales. Véase que los libros propiamente creativos como las novelas, las colecciones de cuentos y los poemarios excepcionalmente los tienen. Dejan al lector completamente a solas en el contacto con un mundo al que vale ingresar sin direcciones, a hacer descubrimientos propios. Cuando los tienen tal vez se trate de una novela de larga data, que arrastra consigo tal cantidad de trascendencia que las palabras que la preceden aportan filiaciones, adhesiones, glosas espléndidas, tan interesantes de leer como la pieza en cuestión. Pienso en las ediciones conmemorativas de la Real Academia Española, dedicadas a homenajear a Cervantes, García Márquez, Carlos Fuentes y otros.

No se me escapa que en algunas ocasiones un prólogo es una expresión de vanidad. La categoría del prologuista podría verse como un buen augurio sobre el texto nuevo en la creencia de que un personaje prestigioso no saluda fácilmente a una obra endeble. Y como muchas veces se opera por amistad, el prólogo exalta, se llena de adjetivos, vaticina la posteridad. Famoso era Benjamín Carrión por sus prólogos generosos, más que nada al final de su vida, cuando escribió algunos a títulos que no han arañado siquiera la faz de la literatura ecuatoriana.

Cuando se trata de antologías, de recopilaciones de variada índole, ese texto inicial resulta indispensable porque recoge los criterios con que se ha hecho, da señas de proximidad o distancia entre las piezas, las ubica respecto de sus autores o el momento en que han sido escritas. Leo, por ejemplo, la primera afirmación que luce Los privilegios del olvido. Antología personal, de la poeta colombiana Piedad Bonett: “Entre las muchas herencias de las vanguardias hay una que establece una relación de analogía entre los poemarios y los espejos” y a partir de ella José Watanabe, también poeta, desarrolla la comparación poemas-espejos. Feliz idea.

Por todo esto, cuando trabajo con ciertas ediciones y con determinados grupos recomiendo la lectura previa a la obra o aconsejo que se consuma al final del abordaje de la obra que se está empezando. Un grupo hábil y ducho en leer libros exigentes, gozará haciendo sus observaciones, se dejará desafiar por las trampas deliberadas, por las señales en clave con que juegan los escritores. Otros, necesitarán de la conducción de un puntilloso prologuista que, por cierto, comente sin contar el argumento ni revelar el dato escondido que algunos autores reservan para el final de sus historias.

En resumidas cuentas, hay prólogos y prólogos. En recientes días, cuando Sergio Pitol me ha ayudado a releer a Conrad y en las primeras líneas de su texto se ha lanzado a calificar “la opulencia tonal de su lenguaje” revelaba de inmediato que también había traducido la novela del inglés. Porque el tono viene con la sonoridad de una lengua. (O)