El viaje del excelentísimo señor presidente de la República al Vaticano estuvo recubierto por un halo de paz. Todo fue amor, sonrisas, abrazos y agradecimientos. Con decirles que ni una vez rompió el L’Osservatore Romano, no se comparó con Cristo crucificado por la prensa corrupta ni amenazó con poner en las calles más gente que la Iglesia, que solo convoca a cuatro pelagatos. Tan beatífico, tan místico fue su comportamiento, que en lugar de excelentísimo parecía más bien reverendísimo.

Y no solo que el reverendísimo fue recibido por el papa, sino que su homilía pronunciada en el simposio sobre el cambio climático y religiones segurísimo que va a ser tomada en cuenta para la elaboración de la encíclica sobre el ambiente, que circulará ya mismo.

Es que el cambio climático ha sido una de las grandes preocupaciones del reverendísimo señor presidente de la República durante los años de su apostolado. ¡Cómo nos ha predicado sobre él desde su púlpito! ¡Con qué palabras tan dulces, tan llenas de amor y de piedad nos ha alertado sobre la necesidad de conservar la naturaleza, que forma parte sustancial del buen vivir! ¡Con qué sabiduría nos ha alertado sobre la abstinencia de explotar la naturaleza para que esta no afecte después al climaterio! (¡Ay no, qué bruto, ya creo que me confundí con esa otra encíclica que se llama Sexum abstenorum pro virginarum est, que no habla del clima, sino del clímax). Pero bueno, esa encíclica también es maravillosa y tiene capítulos de convergencia porque toca asuntos atinentes al deseo. ¿No ven cómo se aguantó el reverendísimo señor presidente de la República el deseo de explotar el Yasuní? Hasta que ya no pudo más y explotó. O sea le pasó igualito que a los jóvenes, que se abstienen y se abstienen hasta que terminan explotando ellos también.

Ojalá en la encíclica conste esa lucha encarnizada contra el demonio que siempre lleva a los hombres por el camino del mal y termina haciéndoles caer en el pecado. O bueno, más que en el pecado, en los chinos cayó el reverendísimo y por eso en su discurso, que ha de haber sido en el latín impecable que aprendió cuando fue monaguillo de los boy scouts, dijo una frase en chino que, por suerte, nadie le entendió: hay que proteger la naturaleza, pero hay que explotarla.

Lo mejor fue que, al referirse a la minería, dijo que también hay que explotarla pero a cielo abierto, lo cual produjo una verdadera explosión de júbilo entre los fieles que ahora van a venir en oleadas al país aprovechando esa oportunidad de que aquí el cielo ya está abriéndose enterito. ¡Milagro, milagro!, han de gritar estupefactos, y ese hecho ha de borrar de la historia sagrada el de Moisés que, pobrecito, solo pudo abrir el mar Rojo.

Por último, el reverendísimo señor presidente de la República dijo que él había viajado a Roma para enseñar pero también, humildemente, para aprender. Enseñar que las encíclicas deben ser hechas para que duren por lo menos trescientos años, y aprender que las más altas autoridades no deben ser elegidas y reelegidas indefinidamente sino que, igual que el papa, deben durar hasta la muerte.

Amén. (O)