He aquí cinco exigencias mínimas para ser un censor eficiente de los medios de comunicación en muchos países del mundo:

1. Oficialismo. Un buen censor es –inevitablemente– oficialista, desde el origen de su designación. Además, se supone que representa los valores tradicionales de una sociedad, y por ello rara vez entra en conflicto con los poderes que la rigen y los discursos que la organizan: políticos, religiosos, empresariales, militares y comunitarios. Para ese cargo no se requiere preparación profesional específica, aunque un diploma en Comunicación nos hace creer que un comunicador está mejor dotado que los demás para cumplir esa tarea fundamental: censurar, es decir incomunicar, recortando y reconduciendo la comunicación pública según los intereses de quienes lo designaron.

2. Formalismo. Es imperativo ocultarse a sí mismo el hecho de que sus veredictos están determinados –en última instancia– por la contingencia y el arbitrio de su propia subjetividad, aunque sin contradecir a los poderes que lo nombraron. Solo así puede aparecer ante el público como “legal y objetivo”. Para poder creerse lo que representa, él tiene que investirse de formalidad en su gesto y en su discurso, citando artículos de leyes y reglamentos, redactando informes sesudos y argumentados, e invocando la todopoderosa facultad dirimente de la semiótica, reducida a navaja suiza para todo uso. Ante la inconfesable levedad del ser, solo queda parecer.

3. Moralismo. La función de preservar la salud moral del pueblo a veces entra en conflicto con aquella otra de garantizar la libertad de expresión. Para conciliar todas las tendencias en pugna, el censor debe convencernos de que es una persona moralmente superior derrochando un moralismo extenso, maleable y modular. Así podrá justificar o defender, según la situación lo exija, ora al cristianismo, ora la libertad de cultos, ora la familia convencional, ora la familia alternativa, ora al matrimonio tradicional, ora al matrimonio gay, ora la Constitución, ora su violación..., y así sucesivamente. La moralina en lugar de la ética para complacer y convencer a todos, y para que nadie quede como “inmoral”.

4. Maniqueísmo. Como es tan difícil discernir en asuntos complejos y multideterminados, hay que decidir de acuerdo con una alternativa simple y esquemática entre el Bien y el Mal, de manera radical, definitiva y universal. Un censor eficiente tiene tanto material que revisar y tantas decisiones que tomar, que no puede perder el tiempo lidiando con la subjetividad imperfecta y con todas las tonalidades que median entre el negro y el blanco. Ello tranquiliza a una población que prefiere la comodidad de tener un Gran Otro que le diga lo que es bueno y lo que es malo.

5. Voyerismo. La tediosa tarea de revisar textos mediocres y reportajes anodinos, exige una recompensa. Por ello, una buena dosis de voyerismo sublimado, es decir de la capacidad de gozar atisbando cómo otros piensan, dibujan, escriben y gozan de la palabra y de la sexualidad acotada por el lenguaje, le permite sobrellevar y a veces disfrutar de su sacrificada función. Aunque un censor no es necesariamente un perverso, los ciudadanos comunes tenemos poco interés por un trabajo que consiste básicamente en fisgonear y castigar para ganarse el pan y obtener tales gratificaciones libidinales de yapa. (O)