La política ecuatoriana no ha sido por lo general proclive al consenso. La confrontación, la imposición y la destrucción de los adversarios –quienes son tratados realmente como enemigos– ha sido la pauta de conducta que ha caracterizado el quehacer público. Se ha entendido a la política como una guerra de sobrevivencia, y no como el escenario de virtudes cívicas, tolerancia y reconocimiento mutuo.

Pero también es cierto que en diversos momentos las fuerzas políticas del país han demostrado ser capaces de llegar a acuerdos mínimos. Y lo han hecho para enfrentar situaciones que por su magnitud han desbordado las diferencias que existen entre ellas. Baste recordar el consenso que hubo con respecto al problema limítrofe con el Perú, o el acuerdo con las Fuerzas Armadas para el retorno a la democracia a fines de los años setenta.

El camino que viene recorriendo el país durante los últimos años es suficiente para alertarnos sobre el peligro que entraña el no dar un giro casi radical para cerrar definitivamente un pasado inmediato tan lleno de oportunidades perdidas, fracasos institucionales y la instalación de un régimen autoritario. Si las fuerzas políticas actuales, por muy debilitadas que se encuentren y por muy escasos que sean sus liderazgos, no toman conciencia de la necesidad de un acuerdo mínimo que enrumbe la política nacional por los canales de la institucionalidad y democracia, todas ellas corren el serio riesgo de su extinción.

Por ejemplo, un acuerdo sobre un nuevo sistema electoral que impida que se vuelva a repetir la increíble situación de que un movimiento con la mitad de la votación nacional se haya adjudicado más del setenta por ciento de las curules, y que, así mismo, impida que una sola agrupación controle los órganos electorales, es un acuerdo que beneficia a todos los actores más allá de sus diferencias ideológicas o su suerte electoral.

Y los ejemplos pueden multiplicarse. La experiencia de los últimos años debe haber dejado ciertas lecciones a los principales corrientes y actores sobre la importancia de las instituciones propias de las democracias liberales y representativas –tan denostada por la izquierda–, la defensa de los derechos humanos –tan ignorada por la derecha–, así como la necesidad de garantizar la oposición, la libertad de expresión, el control constitucional, las libertades públicas, y la independencia judicial.

Desmontar el Leviatán que se ha forjado durante los últimos años no será tarea fácil. Habrá siempre la tentación de aprovecharse de semejante engranaje normativo para continuar transitando por la misma ruta. Habrá temas que requerirán de reformas constitucionales, otros de reformas legales y otros menos complicados. Habrá áreas, como el de las políticas económicas, donde seguramente no habrá coincidencias por lo que en ellas serán los electores quienes decidirán qué opciones prefieren. Pero lo que interesa ahora es una convergencia mínima, clara y pública, que permita a todos mantener sus diferencias como solo las democracias lo hacen posible. Un acuerdo que prepare un nuevo escenario para un país diferente antes de que sea tarde.(O)