Papá nos llevaba con frecuencia al circo, me imagino que le encantaba porque, sin discriminación, íbamos a cuanto circo llegaba a la ciudad. No importaba si eran de esos de carpa rota, con unos elefantes famélicos y un payaso sin dientes, o si era un lujoso espectáculo con caniches de todos los colores, leones con una envidiable cabellera brillante y aguas danzarinas, de igual manera compraba boletos para la primera fila y asistíamos con nuestras mejores galas.

No sé cuánto tiempo ha pasado y cuándo fue la última vez que fui al circo; sin embargo, a veces la vida hace que me sienta en la primera fila de un circo, mirando un espectáculo multicolor que en ocasiones me resulta divertidísimo y en otras me entristece. Tal vez me entristece porque de alguna manera yo también soy parte de ese circo cotidiano. Por eso les cuento hoy una pesadilla que últimamente sueño con frecuencia.

El espectáculo no varía, cíclicamente se repite, el mago aparece como un gran ilusionista, pero como ya conozco sus trucos de memoria, el acto no pasa de ser una gran mentira. El payaso parece que perdió su chispa, tal vez solo trata de complacer al dueño del circo, de mantener su trabajo a como dé lugar. Sus chistes ya no me hacen la mínima gracia, son ya conocidos por todos, pero a pesar de eso, probablemente por pena, me río nuevamente. Las trapecistas de siempre que en algún momento me parecieron valientes y audaces, ahora las veo como unas pobres divas deslucidas, viejas, que ocultan su soledad tras brillantes vestidos, intensos maquillajes y pelos de todos los colores, como los de los caniches que algún día me fascinaron. El domador ha perdido su voz, su altivez, solo unos pocos animales, casi tan viejos como las trapecistas, le hacen caso.

El espectáculo es triste pero a veces la vida nos obliga a ser parte de él, nos obliga a presenciar cómo el mago miente y le convence a una contorsionista, todavía lozana y bella, a subirse a la cuerda floja, a llevar a cabo un acto que no es para gente como ella. Le engaña y ella se deja engañar, ambos mienten y se mienten. Sin importarles el peligro, ni los niños que están expectantes a un acto que podría resultar suicida o el daño irreparable que pueden causar, insisten con necedad en llevarlo a cabo.

Al igual que los niños del público no sé el final, pero me duele; no sé qué pasará, pero igual que ellos, lloro de miedo anticipándome al desastre. Ojalá la joven al caer tenga quién le ayude, pienso mientras siento el vértigo de su caída y miro al fondo de la carpa un payaso que llora, se seca las lágrimas y sale con su mejor sonrisa y sus pésimos chistes, la música suena altísima, me ensordece pero logro escuchar una voz que repite: el circo debe continuar, y a pesar de la angustia y la tristeza y el desasosiego que me causa el burdo espectáculo, me quedo para la siguiente función, siempre sentada en la primera fila.(O)