Ahora, cuando el presidente Correa ha enfilado sus cañones contra el Seguro Social, me recuerdo su actitud cuando ministro de Economía, hace diez años, en el gobierno de Palacio, en relación con la propuesta de algunos legisladores de autorizar a los afiliados el retiro masivo de los fondos de reserva. Como yo era el ministro de Gobierno, participé de varias reuniones con diversos grupos sociales y, en ocasiones, las presidí, cuando el presidente no asistió. Rafael Correa y su viceministra, Magdalena Barreiro, sostuvieron con ardor la oposición del Gobierno a ese retiro masivo por el debilitamiento que ocasionaba a la estabilidad financiera del Instituto de Seguridad Social. El Congreso aprobó ese retiro de los fondos de reserva y conozco que el Instituto hizo malabares, en los primeros tiempos, para cumplir con el pago de pensiones. Pero ese asunto era pequeñito en comparación con lo de hoy, con la voluntad del presidente Correa y su Congreso de bolsillo, de dejar de pagarle al Seguro Social el 40 por ciento de la contribución del Estado. Esa contribución estatal fue creada en los años cuarenta por el presidente Arroyo del Río porque un experto actuarial europeo, venido al país expresamente para revisar los cálculos de pensiones del Seguro, determinó que había un déficit y que era necesario un incremento sustancial de los aportes de patronos y trabajadores. El presidente comprendió que ese incremento constituiría una carga muy pesada para los afiliados y decidió que el Estado debía asumirlo, lo que significó el aporte del 40 por ciento. Ese aporte es el que se anula ahora, y resulta así que un presidente, liberal del siglo XX, denigrado como oligarca y abogado de compañías extranjeras, hizo algo transcendental por los trabajadores, y esa conquista social es echada al tarro de basura por otro presidente, socialista del siglo XXI. Lo que fue verdadero en los años cuarenta, lo es hoy día: sin ese aporte estatal, los jóvenes trabajadores actuales recibirán sus futuras pensiones jubilares reducidas en el porcentaje que el Estado deja de contribuir, y, probablemente, lo recibirán en bonos del Estado. La afirmación de “los” y “las” leales de que se retira el aporte del cuarenta por ciento, pero que el Estado garantiza el pago del ciento por ciento de las pensiones, es ridícula, porque lo que dejan de contribuir al presente, descapitaliza al Seguro, lo que nadie podrá compensar en el futuro. Si hubiese el deseo de encontrar una solución seria y realista que evite una crisis que podría ser todavía más dolorosa que la del feriado bancario de hace quince años, lo sensato es realizar un análisis actuarial general, independiente, del Seguro Social que determine si el seguro de pensiones puede funcionar en los niveles existentes hasta el presente sin el aporte estatal del 40%. Nadie mejor para esa tarea que la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La angustia fiscal no debe ocasionar la ruina del sistema de pensiones. Al Seguro se le paga menos y se le demandan más y nuevos servicios. (O)