La literatura es un viaje perpetuo donde lector y escritor toman diversos ropajes, imágenes y encarnaciones. Como la sucesión de espejos de los entramados borgeanos, las historias que unos y otros escriben, leen o sueñan que escriben y leen, se suceden unas a otras, se contraponen, se mezclan y se confunden. Quizás en ninguna obra literaria moderna quedan tan evidentes estas características como en Si una noche de invierno un viajero, de Ítalo Calvino. La del italiano es una travesía por diferentes territorios, situaciones y personajes que entretejen novelas apócrifas, autores cuya existencia no se puede definir y una narrativa que se aparta de los cánones usando en forma coral, como en una santísima trinidad del relato, las tres primeras personas del singular.

Calvino busca, literalmente, hablarle y darles vida al Lector y a la Lectora. Los conduce, los sueña y deja que expresen sus gustos literarios, que a su vez cambian conforme leen o imaginan que leerán historias, y en tanto sus experiencias los compelen a figurarse verdades y ficciones. Como Las mil y una noches, es un cuento de nunca acabar que funciona como un tren de juguete, que en su travesía circular tiene superpuestos los puntos de llegada y de partida. Solo que no es el mismo tren ni son los mismos durmientes ni es el mismo salón, sino varios de ellos y todos al mismo tiempo.

Los viajeros tendemos a experimentar esa noción de historias y narrativas alternativas, que aparecen a un tiempo en nuestro inconsciente cada vez que emprendemos una nueva exploración. Como otro italiano, Antonio Tabucci, observa en su libro Viajes y otros viajes, es el deseo de búsqueda inagotable lo que mueve a indagar qué podemos encontrar más allá de cualquiera que sea la frontera. En esa dinámica fantaseamos con personas, lugares e historias, que a su vez nos llevan a convertirnos en personajes, que en los nuevos lugares explorados quieren construir sus propias aventuras. Es el mismo llamado a indagar en otros mundos, para recrearlos en una versión propia, lo que se encuentra detrás del mostrador de la agencia de viajes y de la tapa de un libro.

En el viaje y en la lectura hay un constante proceso de cambio de las perspectivas, lo que en palabras de Calvino ocurre de forma parecida a los caleidoscopios. Este entramado reconfigura las percepciones, les da un nuevo color y dibuja otras formas. Existe un proceso sucesivo en el que conviven lo que creemos que viviremos o leeremos, lo que efectivamente vivimos y leemos y la nueva mirada que adquirimos tras ese viaje o lectura. Al final, nada es igual. Ni como leemos o escribimos, ni como tomamos las maletas o cruzamos las fronteras. Miramos o leemos a los otros y a los paisajes narrados y observados, pensando qué sería de mí si fuera ese otro y viviera en ese lugar y circunstancia.

Reparaba en eso mientras, en una tarde soleada de otoño montevideano, buscaba por el mercado dominical de Tristán Narvaja obras del uruguayo Mario Levrero. Aparte de haber emergido como un boom editorial de la mano de libros entrañables como La novela luminosa o El discurso vacío, tras su muerte hace una década, Levrero ha adquirido la categoría de imperdible por esa combinación extraña de géneros que mezcla con humor e ingenio en una voz única. Humorista, constructor de crucigramas, incipiente programador computacional y narrador original como pocos, su pasión por la novela policial lo llevó a escribir deliciosos libros como Dejen todo en mis manos, un guiño a Raymond Chandler ambientado en un perdido pueblo uruguayo.

Buscando Nick Carter, otra novela policial de Levrero, cada vez que entraba en una librería de Tristán Narvaja no solo la respuesta negativa se repetía, también la calidez de los libreros y un genuino deseo por satisfacer las búsquedas de sus clientes. Llamaban y preguntaban a otros locales por la novela, ofreciendo tenerla al día siguiente. Aparte de la inusitada bonhomía, cada visita libresca traía aparejada la observación de unos locales en apariencia pequeños pero con una cantidad de libros que hubiera deleitado a Borges y a Bolaño. En esos locales no solo vender era un arte de bien ser, también traían aparejados el intercambio y la compraventa de libros de segunda mano.

El último intento fue premiado con la fortuna de varias opciones editoriales de Nick Carter. Compré la más barata y al pagar me atendió la persona más amable del mundo. Era una suerte de personificación de Buda detrás de una caja registradora. Al salir de la librería quise buscar un magneto montevideano para mi hijo. Elegido el de la coronación charrúa en el Maracaná de 1950, me reencontré con el Buda. Jadeante y con una sonrisa zen, me dijo que había olvidado mi tarjeta de crédito en su local, conminándome cordialmente a recogerla. (O)

Miramos o leemos a los otros y a los paisajes narrados y observados, pensando qué sería de mí si fuera ese otro y viviera en ese lugar y circunstancia.