Durante la última Cumbre de las Américas, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, parecía prácticamente una ausente. Su presencia pasó casi inadvertida a pesar del importante peso político que tiene y ejerce Brasil en la región. El recato con que ella se movió era hasta cierto punto explicable. En esos días se venía preparando en Brasil una segunda marcha nacional en su contra con la consigna de pedir su enjuiciamiento político y destitución. Unidos bajo el lema de “Fora, Dilma”, la marcha tuvo lugar en el mismo día en que ella regresaba a su país desde Panamá.

La investigación judicial sobre los sobornos del gobierno a través de Petrobras ha llegado a un punto tal que es muy difícil creer que semejante red de crimen organizado pudo haberse establecido y crecido a espaldas de Lula y Dilma. La sólida independencia que ha demostrado la judicatura brasileña –algo impensable entre otros países de la región– ha puesto al sistema brasileño en una encrucijada. Luego de la reciente detención del tesorero del partido oficialista, el Partido de los Trabajadores, así como la revelación de que varios de los sobornos ocurrieron durante el primer período presidencial de Dilma, las voces pidiendo su destitución han crecido.

Pero un juicio político a Dilma tiene algunos obstáculos jurídicos. Siguiendo el modelo constitucional estadounidense, Brasil tiene una forma de gobierno presidencial. El presidente es elegido por votación directa para un período fijo de cuatro años, y concentra la jefatura del Estado y la del gobierno. A diferencia de lo que sucede en un típico sistema parlamentario, en el presidencial no es posible convocar anticipadamente a elecciones nacionales. El presidente no requiere de la confianza parlamentaria.

La remoción de un presidente en funciones es extremadamente difícil en un sistema presidencial. Los actos que pueden ocasionar esta traumática decisión son generalmente asociados con la traición, el cohecho o, siguiendo la lacónica fórmula estadounidense, “altos crímenes o infracciones”; una conducta que deberá ser votada por una mayoría calificada de los legisladores, y a la que sigue su remoción. La caída en la popularidad de un presidente no es suficiente para removerlo. Si bien la fórmula presidencialista contribuye a la estabilidad del sistema, en ocasiones puede tener el efecto opuesto.

Uno de los cuestionamientos que generalmente se hace, en efecto, al modelo presidencial es que las crisis de gobierno de cierta gravedad, como las que atraviesa hoy el Brasil, tienden a convertirse en crisis de Estado. Bajo un régimen parlamentario, lo más probable es que Dilma habría dimitido a su cargo, y el jefe de Estado –ejercido por otra persona– habría anticipado las elecciones parlamentarias, evitando así la escalada del conflicto. Hay quienes han comenzado a argumentar que la reciente revelación de que durante la primera presidencia de Dilma tuvieron lugar algunos de los sobornos denunciados, coloca a la presidenta en una causal para su enjuiciamiento. El asunto es discutible. Pero lo cierto es que a medida que la magistratura continúa sus investigaciones las cosas podrían cambiar. (O)