Saint-Nazaire

A ratos, en los pocos minutos de descanso de la escritura de mi libro, que a eso he venido y a nada más a Saint-Nazaire, veo por la ventana las orillas del Loira. Fluye de izquierda a derecha, donde desemboca en el Atlántico. Todo lo que veo en frente en realidad es el estuario: mareas suben y mareas bajan. Pero la perspectiva es engañosa en la gran curva que da el Loira en Saint-Nazaire. Uno cree tener a la derecha el Atlántico pero no, está mirando al centro de Francia. Tengo que dar un giro completo y dar la espalda al Loira para estar en dirección atlántica. A diferencia del río Garona, que parece sentirse destinado lenta pero irreversiblemente a volcarse al océano, el Loira parece querer volver atrás, no saber nada de una disolución final.

Más que ir a consultar libros o internet, observo el Loira y su estuario. En esta época del año la marea está en su punto más bajo al mediodía, pero lo hace de una manera radical, mucho más que en las orillas del Guayas. Camino por el boulevard Wilson y veo en la orilla muchas valvas de ostras y algas de laminado grueso y pienso que en realidad el Atlántico es un océano con el que no he tenido mayor trato. Cuando vivía en Guayaquil o en Lima era el Pacífico, que nada tiene de su nombre, y los años que llevo en Barcelona, el Mediterráneo, que es de lo más apacible. Pero nunca se confíen: es como un perro que no ladra. Si no, miren el horror de los cientos de inmigrantes africanos muertos tres días atrás frente a las costas de Libia en el carguero portugués King Jacob.

Solo una vez crucé el Atlántico en un barco italiano, a mediados de los setenta, viajando desde Civitavecchia a Guayaquil. Yo debía tener unos cuatro o cinco años. Solo recuerdo la sala de juego y la pequeña sala de cine, y no confesé en la crónica anterior que me entró nostalgia viendo esa salita de cine en el paquebot museo del Escal’Atlantique del que escribí quince días atrás. Aquí descubrí que fue uno de los últimos en los que realmente se viajaba, y no para hacer cruceros de placer.

Voy por la mitad de la crónica y no he dicho mucho de Saint-Nazaire. Quizá ya lo he dicho todo. En realidad, hay poco que ver en Saint-Nazaire. No salta a la vista. No es una ciudad turística. Para eso váyanse a Nantes o a Burdeos o a París. Allí tampoco verán nada porque tal como va el mundo ya nos quieren disponer hasta lo que debemos ver. Aquí en Saint-Nazaire hay que descubrir sin guía turística. Como que el dueño del restaurante al pie de mi edificio, Le Skipper, Christophe Frankowski, es un exjugador internacional de fútbol, polaco, lo que explica que en un ala de su restaurante haya una enorme pantalla de plasma para ver los partidos con un buen vodka –ay si le pides un café–, o que dos locales más allá, Richard, experto en hacer hamburguesas, viene de Estados Unidos, y a una chica francesa que trabaja para él y que practica su inglés le responde cuando ella le dice satisfecha que visitó Londres en una ocasión: “London is not the world”. Y si siguiera contando sobre los personajes que a veces se paran al pie de la enorme noria frente a la base submarina de los alemanes, tendría historias de clochards y vagabundos alcoholizados de distintos puntos de Europa y África que por sí mismos darían para un libro.

No crean que me he dedicado solo a estar por la calle. Pero al recorrer Saint-Nazaire uno no puede menos que tener presente que su cultura es de puerto: secreta, errante, dura y antiliteraria. Aquí no he conocido a ningún escritor todavía. El director de la Maison que me hospeda, Patrick Deville, está de viaje desde que he llegado y no hemos podido conversar. Deville es un nómada radical y quisiera conocerlo por libros suyos como Peste y cólera o su trilogía Sic transit, que transcurren entre Centroamérica, África y Oriente.

Así que vuelvo a los libros. Aunque aquí las librerías son pequeñitas, he encontrado la bouquinerie más grande del mundo, es decir, una librería de viejo. Se llama Les idées larges y la dirige Ludovic Riou, que me la muestra para mi asombro por la exquisita selección de libros, que parece más una biblioteca personal. Luego está la Mediateca de Saint-Nazaire, que está siempre llena, mucho más que el paseo comercial. Debo atravesar media ciudad para llegar allí. Encuentro libros de Julien Gracq que no había podido leer, junto con otros libros de la posguerra, y me los llevo a casa. A Gracq lo estoy revisando porque dije que Aira, cuando estuvo aquí, había criticado su libro mayor, El mar de las Sirtes, y que yo iba a responder en toda regla su ataque. Respuesta por supuesto tardía porque eso lo escribió Aira hace veinticinco años y seguramente ha cambiado su perspectiva. Por suerte, la literatura tiene otra noción del tiempo.

En la Maison que me hospeda leyeron mi crónica anterior. Con internet, nadie se escapa. Recién publicada en Ecuador, también un lector de Aix-en-Provence me escribió el mismo día. El asunto es que los coordinadores de mi Maison me han dado una sorpresa al ver mi admiración por Gracq. A cien kilómetros de aquí, en Saint-Florent-le-Vieil, a las orillas del Loira, está su casa, donde vivió alejado del bullicioso mundo literario francés. Yo lo sabía. En su pequeño libro, Las aguas estrechas, él hacía una descripción de su recorrido por el Evre, uno de los afluentes del Loira. Es un librito de pequeño formato de una belleza concisa para un tema tan fluctuante. Lo que no sabía es que luego de su muerte, él dejó indicado que su casa se debía convertir en una Maison que hospedara a escritores franceses. Pero han hecho una excepción. Me hospedarán allí una noche. Será a fines de mayo, cuando prácticamente esté por acabar mi residencia aquí.

Así que paciencia. Vinieron los nómadas y vagabundos que viven por las calles de Saint-Nazaire y se fueron Gracq y Aira. Pero ya volverán, y vendrán otras novedades. Como las que traen siempre las fieles mareas. (O)

Más que ir a consultar libros o internet, observo el Loira y su estuario. En esta época del año la marea está en su punto más bajo al mediodía, pero lo hace de una manera radical, mucho más que en las orillas del Guayas.