La palabreja nos invadió con un plural inadecuado para el español, pero la RAE hace concesiones cuando el término nuevo es irreemplazable. ¿Viñetas, historietas, tebeos? Pues sí, todas aluden a lo mismo, pero la que se plantó en la memoria general es la que proviene del inglés. Bien quedó demostrado cuánto se leen que a la Secom no se le pasó por alto el “sexismo” de Olafo, el amargado (tan bien analizado, por cierto, por el compañero de página, Dr. Iván Sandoval).

Hoy me he preguntado por las razones que llevan a los adultos a consumir esta forma peculiar de narrativa. La mayoría –me incluyo en ella– conserva el gusto que nació en la infancia y que nos hizo lectores constantes. El niño recrea la mirada en los dibujos, apoya la expresividad de las formas con las escasas palabras encerradas en los globos; esa complementación dosifica el gusto por observar, llama a poner la imaginación propia al lado de la dupla creadora (guionista e ilustrador).

El paso del tiempo, también de forma natural, nos hizo más demandantes de la historia, comprobó la eficacia y casi completud de lo que puede decirse con el idioma. Y se produce el distanciamiento: atrás quedan los textos con ilustraciones para sumergirnos en los océanos profundos de la palabra. Sin embargo, un sector de nuestro cerebro vuelve a ser feliz cuando un cómic se nos abre delante, cuando una original ilustración le da vida directa a personajes que ya no serán imaginados –tienen apariencia única–: Astérix y Obélix, por ejemplo, son los que son y el obeso Gerard Depardieu en las películas que hizo, apenas se le aproxima al galo de “pecho caído”, ingeniosa imagen de mis preferencias.

No conozco por tanto a ningún adulto que haya nacido a la lectura de cómics como adulto. Debe de haber, me digo, creyendo que la cultura audiovisual tiene incontables frutos, más que nada en espectadores de televisión, tan multiplicados al punto de que la semana pasada el inglés Michael Hirst, autor de la serie Vikingos, que se emite en 132 países, sostuvo rotundamente para Babelia, suplemento cultural de El País: “La novela está muerta. Para entender el mundo bastan internet y el vídeo a la carta”.

El cómic es un producto impreso, por mucho que los dibujos animados también lo hayan puesto en las pantallas. Ningún periódico renuncia a ellos y hasta podríamos ver a la caricatura como un texto emparentado con él. Ha participado de los grandes temas de la humanidad desde finales del siglo XIX y ha llegado a productos como la novela gráfica que tiene muchos creadores y adeptos. Podríamos sostener que el principal esfuerzo de este género es el poder de síntesis, la capacidad de reducir una historia a pocos cuadros, a escasas páginas, ya sea por vía de la creación o de la adaptación (tengo entre mis tesoros la versión gráfica de El capitán Alatriste de Pérez Reverte, y Lágrimas en la lluvia, de Rosa Montero).

Por todo esto, celebro el trabajo tenaz de Mauricio Gil Gutiérrez a la cabeza del Cómic club y de las ediciones Monocómic, quien con una vocación admirable cumple ya 12 años de proliferar toda clase de iniciativas a favor de las historietas. Dibujante, adaptador y creador, agrupa en su torno a jóvenes tocados por el mismo ímpetu. Guayaquil cuenta con este derroche de trabajo narrativo. (O)