Llegó el día de volver al extranjero, despedirse de la familia, de la complicidad de las amigas y la intensidad de los amigos. Despedirse de la casa de la infancia, todavía invadida por los ecos de las palabras que se dijeron, pero más aún de lo que se calla, que es lo que eternamente continúa sonando.

Volver, aterrizar del otro lado de la orilla, donde ya ni siquiera habita Günter Grass, aunque continuará hablándonos para siempre desde su mirada mágica, desde el descubrimiento de las historias en la historia. Volver con la esperanza de la primavera, volver a la batalla, nuevamente instalarse en la rutina del hogar construido lejos. Abandonar, otra vez, una vez más, el hogar abandonado.

Uno empaca las maletas como si se despidiera de uno mismo, de ese que se queda acá, siempre prendido a los recuerdos, abrazado al poste de la cama de la abuela. Una niña se queda llorando en un rincón mientras el adulto que toma decisiones (el que decide migrar, el que se va, el que vuelve, el que visita, el que explica y justifica) se desdobla y sigue empacando. Lleva días soñando que pierde al avión, que olvida hacer las maletas y cuando lo recuerda ya es muy tarde. Sueña que no todo lo que necesita, lo que desea, cabe en su equipaje, sueña que tiene que renunciar y desechar: dejar atrás. Sueña que se va olvidando algo, lo más importante. Y al sueño emerge, desde dobleces ocultos, la conciencia de la pérdida.

Al despertar se consuela diciéndose que es solo un sueño. Un sueño que se queda atascado en la garganta dilatando las paredes como para que quepa un llanto. Como la lluvia rasgando las laderas de Quito, empañando los parabrisas, enloqueciendo entre las luces y el tránsito. Una tristeza turbulenta como el agua arrastrada por las cunetas, siempre de bajada, en Quito, enervada, al apuro, angustiada entre la interminable fila de carros. Como el oleaje de Playas, escupiendo troncos y plantas que se enredan entre la espuma, a los pies de la niña.

Volvemos al extranjero contándonos historias sobre los paisajes de la infancia, por los que seguimos transitando en búsqueda de lo irrecobrable (lo que añoramos), pero también del consuelo de aquello que ya fue y no debió haber sido. Volvemos a extrañas latitudes donde no nacimos, ni nacieron nuestros abuelos y, sin embargo, nace la hija.

Nos llevamos las impresiones, los álbumes familiares que siguen recreándose sin fotógrafo, cada domingo a la hora del almuerzo, cada uno en su silla, acomodado a su ideología y personalidad, eternamente. Y nos preguntamos, cada vez, hasta cuándo estará allí cada personaje, tan amado, tan idéntico a sí mismo, inmutable. Nos vamos añorando la transformación, el paraíso interior ensombrecido por pilas de papeles sobre una mesa de planchar, las marañas de la burocracia y el resentimiento. Añorando el volcán tan lejos, tan cerca, las luces desafinadas, el piano a todo volumen, la complicidad que solo existe entre los viejos amigos, deseándose secretamente mientras se veían crecer.

Despedirse guardando las composturas, sin salir corriendo a esconderse debajo de la cama. Abrazar, sonreír y decir volveré. Subirse al avión sabiendo que no es posible dejar atrás el exceso con el que procuramos saciarnos del lugar donde nacimos. Despedirse con un poema, quizá, como sin querer decir adiós, sino eternizar en las palabras un sentimiento inagotable, el de la pérdida, el del adiós. Despedirse como si de esa materia estuviera hecha la vida, irremediablemente: “Buenas noches: Extranjero he llegado,/extranjero me voy./Mayo fue favorable/con sus ramos de flores./Ella me habló de amor/–su madre, hasta de boda–./Ahora el mundo oscurece,/y es de nieve el camino.//No puedo, para el viaje,/elegir el momento:/solitario en la sombra/he de encontrar mi norte./Me acompaña tan solo/el perfil de la luna/y, en los campos nevados,/las huellas de las bestias.// ¿Cómo iba a quedarme/hasta que me expulsaran?/¡Que los perros aúllen/en la puerta del amo!/Ama el amor errar /–así nos hizo Dios–/y pasa de uno a otro…/ ¡Buenas noches, amada!//No turbaré tu sueño,/¿cómo herir tu descanso?/Mis pasos serán leves,/la puerta irá despacio./Y escribiré en la entrada,/al partir: “¡Buenas noches!”,/para que puedas ver/que he pensado en ti”. (Lied de Franz Schubert, ciclo Viaje de invierno, poema de Wilhelm Müller, traducción de Andrés Neuman). (O)

Despedirse guardando las composturas, sin salir corriendo a esconderse debajo de la cama. Abrazar, sonreír y decir volveré. Subirse al avión sabiendo que no es posible dejar atrás el exceso con el que procuramos saciarnos del lugar donde nacimos.