…decía la activista Inna Shevchenko cuando le arrancaron la palabra a tiros. En el día del “amor”, ráfagas de odio rasgaron el aire en Copenhague, levantando nuevamente el polvo que el mundo occidental ocultaba bajo la alfombra. Así anda Europa, medio empantanada entre sus logros y la impotencia frente a las múltiples formas de extremismo que la rodean. Decía Shevchenko durante la conferencia “Arte, blasfemia y libertad de expresión”: “Cuando hablamos sobre la libertad de expresión nos encontramos frecuentemente con la misma respuesta: ‘Sí, todos apoyamos la libertad de expresión… pero...’”. “¿Por qué siempre le ponemos ‘peros’?”, se preguntaba en el instante justo en que la violencia estrelló su idealismo contra la realidad.

Pero las palabras de Shevchenko, interrumpidas por la intolerancia, se reprodujeron completas en distintos medios, demostrando así que se puede suprimir temporalmente una voz pero no se puede acallar un concierto de voces. “La libertad de prensa debería permitirnos criticar o ridiculizar tanto a las religiones como a cualquier otra idea o ideología”, continuaba la ucraniana, arremetiendo contra ese hipócrita matiz al concepto de “libertad de prensa”: ese “pero” que incita a la autocensura para evitar “lastimar los sentimientos del prójimo”. Es la postura que la había llevado a unirse a las Femen, activistas sin medias tintas que defienden, de ser necesario a través del escándalo, la libertad de ser, pensar, vivir y expresarse.

Y la libertad de expresión está íntimamente relacionada a la libertad sexual, así que no debería extrañarnos que un gobierno que reprime a la una pretenda regular también a la otra. Nuestro mundo no ha logrado aún liberarse de un modelo vergonzosamente obtuso para pensar el amor. Un rol para cada quien, tan angosto como un ataúd. Y a quien no desea vivir muerto, y se arriesga a imaginar nuevos diseños, se lo considera raro, loco, un miembro “peligroso” para la sociedad. “Miembro” que quizá preferiría no serlo, por considerar a la sociedad un órgano represor del placer, el juego y la alegría de vivir.

Laurie Penny, una de las feministas jóvenes más importantes de la actualidad, explota las posibilidades de los nuevos medios para apropiarse de una libertad que todavía es, incluso en repúblicas que se dicen democráticas, un sueño romántico. Penny batalla por la emancipación al tiempo que se cuestiona por qué un derecho tan fundamental es a la vez tan complicado de conquistar, y se pregunta: Si la idea de poder vivir más allá de las expectativas y presiones sociales se le antoja liberadora a cualquiera, ¿por qué nos resulta tan difícil vivir radical e independientemente al margen de las convenciones?

(Labios pintados para provocar, pelo corto del color del vino joven, mujer guerrera, si alguna vez se ha enamorado y no ha sido correspondida, si alguna distinguida dama de su parentela la ha rechazado diplomáticamente, imponiendo entre esa “desviada” y ella una pertinente y fría distancia, Penny se ha sorprendido deseando tener el cabello largo y suave…). Entonces se responde a sí misma, sabia y reflexiva: Es difícil vivir al margen de las convenciones, libre y creativamente, porque en el fondo, lo que todo individuo desea es ser amado y aceptado. Y el miedo a que no nos acepten, a que otros desaprueben nuestra forma de vida, nuestras opiniones, nos paraliza y autocensura: “Es exactamente este miedo el que nos vuelve pequeños y conformistas. Es el miedo a que nos rechacen, a que no nos amen”.

Si de bebés basta cualquier monada para que nos amen, acepten y admiren, con el paso del tiempo empezamos a sufrir al darnos cuenta de que no todos nos aplauden cada gesto, cada acción y decisión. Hasta la Academia de la Lengua afirma que una monada, “acción graciosa de los niños”, resulta impropia en una persona cuerda y formal. No basta (no es “apropiado”) cantar la canción del cocodrilo para que parientes y amigos nos admiren y acepten tal como somos. Mientras más crecemos, más nos encontramos con gente que solo está dispuesta a validarnos y comprendernos, a mirarnos con calidez humana, si vivimos bajo sus parámetros, sometidos a ciertas regulaciones.

Esta intolerancia se transfiere de lo individual a lo colectivo. Y así tenemos a grupos enteros de gente que se dedica a reprimir la libertad de otros. Por supuesto, actuar con libertad no significa estar en lo correcto. La batalla más ardua por conquistar la libertad se libra internamente, contra las imposiciones de los complejos, el miedo, la venganza, la ansiedad por complacer. Es entonces cuando debemos acudir al humor, la forma más refinada de la comunicación y la más sana para relacionarnos con nosotros mismos y alcanzar así la soberanía para obrar, ser y opinar. El humor transforma, debería transformar.

Pero ya vemos lo que les sucedió a los de Charlie Hebdo, al discurso decapitado de Inna Shevchenko, compartiendo foro y destino con el caricaturista Lars Vilks. Y vemos, quizá demasiado de cerca, cómo se va atacando, en diversos frentes (algunos casi invisibles), la libertad de los seres que hemos nacido, libres, en el país de la línea imaginaria.(O)

Mientras más crecemos, más nos encontramos con gente que solo está dispuesta a validarnos y comprendernos, a mirarnos con calidez humana, si vivimos bajo sus parámetros, sometidos a ciertas regulaciones.