La economía fue el invitado invisible de todas las elecciones realizadas desde el 2007. Se sabía perfectamente que el precio del petróleo y el carisma personal eran los grandes electores, pero no le dieron mayor importancia al primero y creyeron que todo dependía de la presencia del líder. Los cálculos de propios y ajenos giraron en torno a ese único factor, seguramente con la idea o la esperanza de que la bonanza no tenía fecha de caducidad. Ahora, cuando ha comenzado a entrar agua por ese lado, se hace evidente la necesidad de mirar hacia allá y reconocer lo que se quería ocultar. Es prácticamente palpable la decisión, que no debe resultar agradable, de comenzar a gastar el capital político acumulado a lo largo de casi una década.

El primer indicador en ese sentido se encuentra en los nuevos impuestos. Aunque eufemísticamente se los llame salvaguardias y se asegure que todo volverá a la normalidad en quince meses, lo cierto es que ya produjeron lo suyo. El impacto en los precios se dejó sentir y nadie puede asegurar que no habrá más efectos en las próximas semanas, porque la economía –como corresponde a los seres humanos que la manejan– tiene reacciones inmediatas pero también retardadas. Por ello, se puede afirmar con alguna certeza que pronto se sentirá el golpe en el empleo. Puede ser que los pobres no compren los productos gravados (lo que es una afirmación deleznable y cargada de desprecio), pero ellos son quienes los venden. Decenas de miles de puestos de trabajo dependen de la oferta de frutas, cremas, licores o ropa de marca. Pueden ser suntuarios para quien los compra, pero son de primera necesidad para el que los vende. El líder y su equipo, que tienen buen olfato y algo de conocimiento, saben que esos vendedores constituyen una buena proporción de sus votantes y, por tanto, que cada puesto de trabajo desaparecido erosiona el único patrimonio de la revolución.

Un segundo indicador de la decisión de hipotecar su capital político es la incansable repetición de las desventajas que tiene un país dolarizado. La necesidad de contar con una moneda propia, que comenzó como una declaración hecha al vuelo, se convirtió en verdad inapelable (como corresponde a todas las suyas) que debía ser reproducida por cada tecnócrata que tenía un micrófono cerca. Obviamente, no podía faltar la dosis de publicidad, necesarísima para que vaya calando en las conciencias y suene como el único camino posible. Durante algo más de una semana nos pudimos enterar de que todo se solucionaría si tuviéramos moneda propia (o, más bien, si él la tuviera, ya que no es casual el uso de la primera persona del singular). Los problemas se originaron en la sustitución del sucre por el dólar, y punto.

No es un mal balance haber vivido ocho años de los intereses, pero llegó la hora de gastar el capital. Quedó demostrado con los aranceles y ahora solapadamente se anuncia la desdolarización. ¿Se arriesgarán a perder el capital, el patrimonio y la marca?(O)