En los extremos entre ser y permanecer también se agita el drama de la vida. A algunos solo les interesa la firmeza y holgura de la etapa de la conciencia viva –ser y dar cuenta de ello en el pensar y en el sentir–, a muchos otros se les hace doloroso el trance por el anhelo de alguna forma de permanencia. Ya Jorge Manrique en su celebérrima despedida a su padre reflexionaba sobre la “segunda vida”, la del honor, la de la “fama gloriosa”.

Más cerca del poeta soldado del Renacimiento que de nosotros, Cervantes está instalado para siempre en la vida de la fama, tan instalado que el gobierno español está empeñado en hallar sus restos para brindar al mundo la oportunidad del culto concreto de su memoria. El proceso de identificación de ellos ya llegó al laboratorio para que la ciencia dicte la definitiva palabra sobre los huesos confundidos de 16 personas, encontrados en el piso del convento de las trinitarias, en Madrid.

El hecho convence de cuán arraigados tenemos los humanos los lazos con el pasado, de cuán necesarios son los ritos y sus ceremonias para afianzar la cadena de acciones, productos y legados. No nos es suficiente leer –en el caso de quienes se quedaron para siempre en las palabras– las obras de los grandes, queremos recorrer las casas que habitaron, las oficinas donde escribieron y más que nada, deseamos detenernos delante de sus tumbas. Insistente tendencia a la devoción, al culto de “los nuestros” –y basta sentir que se nos mueve por dentro el hilo de un ADN del espíritu para unirnos a una descendencia–.

Por eso también ha sido noticia esta semana que 26 académicos de la RAE se hayan trasladado a Argamasilla de Alba (Ciudad Real), el punto más cercano a lo que pudo ser ese “lugar” de cuyo nombre no quiso acordarse el narrador de Don Quijote de la Mancha, para sesionar allí y honrar de esa manera –cadena de actos evocadores– la publicación de la II parte de la magna novela, que este año cumple cuatro centurias.

Recordar, conmemorar. Cultivar aniversarios, efemérides. Levantar monumentos. Documentar con toda clase de textos y pruebas el fugaz tiempo de la vida humana, ha sido una orden que nos hemos dado permanente. Hoy, que la tecnología nos ha facilitado las cosas y vamos convirtiendo en texto las experiencias cotidianas y fotografiando todo lo que vemos, somos más registradores de la realidad que nunca. Pero ya no hacemos diarios íntimos, ya no escribimos largas cartas con nuestro puño y letras, ya no guardamos daguerrotipos y fotos en gruesos álbumes de pastas duras. Confiamos “a la nube” nuestros tesoros, el material de la Historia.

¿Qué pasaría si un monstruoso hacker atacara la nube? ¿Acaso una explosión nuclear, un apocalipsis cibernético podría dejarnos sin pasado de un momento a otro? ¿Las bibliotecas informáticas se anularían más rápidamente que si hubieran sido devoradas por incendios? Hay toda una literatura que se ha puesto a imaginar los efectos de una devastación global, y entre el hambre y la destrucción se ha dado paso al temor, a la incomunicación y a la ruptura con el pretérito.

Es que parece que siempre queremos estar más allá de las cenizas. (O)