Chile se acostumbró a tener una imagen propia de orden, trabajo y baja corrupción, como una suerte de sello distintivo de un proceso que llevó al país a encumbrarse como ícono regional. Tres décadas de crecimiento económico continuo, una transición democrática sin sobresaltos mayores, estabilidad política, apego a la ley, innovaciones institucionales y un largo etcétera que fueron construyendo el equivalente a la imagen del estudiante aplicado, trabajador y exitoso. En 2015 es el país latinoamericano con el mayor PIB per cápita, el único sudamericano que forma parte de la OCDE y el que encabeza los rankings regionales de transparencia y de facilidad para hacer negocios.

Para muchos resulta paradójico que a pesar de esos logros el clima de convulsión social ha ido caldeándose desde mediados de la década pasada. Como toda paradoja, el problema radica en que la buena imagen que se construye tiende a acentuar las luces por encima de las sombras. Pero al final, las sombras se acumulan en la forma de deformidades imposibles de soslayar. Es el caso del modelo de crecimiento económico chileno. La estructura heredada de la dictadura consagra la gran capacidad de las empresas y los más solventes para eludir con facilidad impuestos, dificultar la negociación colectiva de los trabajadores y facilitar mecanismos de mercado que proclaman la libre competencia, pero en la práctica funcionan como oligopolios. Si bien permitió que haya menos pobres, el modelo multiplicó sideralmente la riqueza de los pudientes al punto de que los coeficientes de distribución del ingreso en Chile son de los peores de la región.

Por ello ha aumentado la sensación de que el sistema está hecho para espulgar a los ciudadanos-consumidores y que la derecha ha dificultado cualquier cambio. Esta percepción se ha agravado conforme los ingresos de la ciudadanía no aumentan a la velocidad que marcan las estadísticas del PIB per cápita y se descubre la incidencia de muchos comportamientos empresariales. Varios casos develaron colusión entre empresas para mantener altos los precios de bienes y servicios; integración vertical en muchas industrias que traspasan costos excesivos a usuarios; estafas; o entorpecer el fiscalizar y sancionar con mayor fuerza estos comportamientos.

El descontento generalizado se canalizó con la demanda ciudadana por educación gratuita, llevando a que el gobierno de Michelle Bachelet propusiera una compleja reforma educacional y una reforma tributaria para financiarla. Su aprobación ha sido tortuosa y no exenta de polémicas durante todo 2014. La principal está vinculada con cómo mejorar la recaudación, cómo hacer que las empresas y los más ricos paguen lo que deben y cómo garantizar que esos dineros se usen en políticas públicas efectivas.

Dos hechos recientes evidenciaron las lacras que se larvan tras bastidores, afectando la imagen que los chilenos tienen de su marco institucional. Una investigación que se inició en 2012 permitió descubrir un mecanismo de fraude tributario masivo. Uno de los involucrados era Hugo Bravo, gerente de Penta, un poderoso conglomerado con activos por 30 mil millones de dólares. Los dueños de Penta decidieron despedirlo a mediados del 2014, pero no contaron con que Bravo, buscando beneficios penales, delataría a la fiscalía el sofisticado mecanismo de evasión tributaria de sus exjefes. La pesquisa permitió identificar todo tipo de arbitrariedades tributarias, cohecho a funcionarios públicos y financiamiento indebido a políticos de la derecha conservadora, incluyendo senadores electos.

El caso Penta desinfló a la derecha y facilitó la aprobación de la agenda de reformas educativas, políticas y laborales a fines del 2014. Pero el triunfo gubernamental se diluyó cuando en febrero se publicó la operación crediticia de Caval, empresa de la esposa de Sebastián Dávalos, primogénito de la presidenta Bachelet, en la compra de terrenos agrícolas por 10.5 millones de dólares para revenderlos en 14.5 millones, ante su posible transformación como terrenos urbanos. El crédito fue concedido dos días después de la elección de Bachelet, obviando temas como el bajo capital de la empresa (10 mil dólares) y gracias a una entrevista personal entre Dávalos y el dueño del banco. El posible uso de información privilegiada, especulación de suelos y riqueza instantánea del caso Caval golpeó al discurso proequidad de la presidenta.

La reacción ciudadana ha sido devastadora, cuestionando la imagen de toda la institucionalidad política. Si bien se dictó prisión preventiva contra los ejecutivos de Penta y renunciaron a sus cargos Dávalos y el presidente del partido beneficiado con el financiamiento indebido, el daño al sistema político llevó a Bachelet a formar una comisión que a fines de abril debe proponer un mecanismo de transparencia del financiamiento a la política y de mejora en la fiscalización. Empero, la concupiscencia público-privada y el abuso de privilegios sin distinción de vereda política, empañó la imagen chilena, que requiere un baño de cambios profundos para lavar esa marca. (O)

En el 2015 –Chile– es el país latinoamericano con el mayor PIB per cápita, el único sudamericano que forma parte de la OCDE y el que encabeza los rankings regionales de transparencia y de facilidad para hacer negocios. Para muchos resulta paradójico que a pesar de esos logros el clima de convulsión social ha ido caldeándose desde mediados de la década pasada.