La pequeña buseta permanecía estacionada en los bajos de la Gobernación del Azuay.

A bordo, una docena de periodistas acompañaría a funcionarios públicos al recorrido por los avances de las obras de un proyecto hidroeléctrico. Tras el volante, el conductor profesional con el motor en marcha y las evidencias de que algo estaba mal. Fuera, a pocos metros, la señal de tránsito: Prohibido Estacionar.

Paciente, un policía de tránsito caminó hasta la ventanilla del conductor y le solicitó sus documentos. Casi como un espejo, una “reportera” se desplazó por el pasillo de la buseta y se ubicó junto al conductor.

“Licencia y matrícula”, dijo el agente.

“¡Dígale que somos periodistas!”, exigió la reportera. Y el pobre conductor, en medio de la autoridad de tránsito y el supremo poder fáctico de la “reportera”, sin saber qué hacer: si subirse a la etérea nubesupremadeltodopoderosoperiodismo o cumplir con lo que la señal de tránsito le ordenaba y el agente le recordaba.

El encuentro de poderes cuasi supremos terminó con la buseta arrancando hacia la central hidroeléctrica con una citación en la guantera, el conductor entendiendo lo que significa “poder fáctico” y un agente de tránsito rascándose la coronilla sin lograr descifrar nada. Absolutamente nada.

Más de una década después sospeché que aquello era un pasado mal aprendido de un periodismo rancio y un presente desaprendido y actualizado a fuerza de entender el verdadero rol del periodista y del periodismo. Pero me desayuné que es una realidad enraizada –en pocos casos, pero enraizada al fin– que pone una dosis de mal ejemplo entre los neófitos.

Pero para profundizar la reflexión tomaremos el caso del autodenominado “periodista y vecino” –aunque por el hecho de ser político hace mucho dejó de ser periodista– como ejemplo referencial: sin permisos (o con la licencia del “somos periodistas”) subió un coche institucional sobre una plaza pública en el casco colonial de la sin duda mejor ciudad patrimonial de América. El tema se viralizó en redes sociales y se politizó en el Cabildo municipal, porque la cara visible de la infracción pertenece a Alianza PAIS.

El “periodista” pasó a ser noticia. Y es evidente lo incómodo que ha resultado para él. En una reciente entrevista dijo que el “hecho” ha afectado su honor y credibilidad; hecho que, dicho sea de paso, le parece exagerado.

En lo personal creo que el problema no es ese, el problema es creer que periodismo y periodista están por sobre cualquier tipo de regulación, desde las propias del oficio hasta las que regulan ciudades, parques, actos éticos, etc.

El problema está en creer que –citando al colombiano José Hernández– los periodistas podemos entrar en la puerta giratoria de las actividades ajenas al periodismo –como el de ser concejal y vecino presentador de noticias–.

El problema está en creer que nuestras licencias para comunicar en medios nos permiten ser directores técnicos, asesores políticos, opinólogos macroeconómicos candidatos a ministros de Economía… sin derecho a réplica.

El problema está no solo en defender apasionadamente el honor y la credibilidad, sino en cultivar el ego por sobre las dos virtudes anteriores, con una sutil venda sobre los ojos de la autocrítica. (O)