Las redes sociales nos han convertido en opinólogos implacables. Vamos con el pulgar del César aprobando o condenando historias de hechos y personas que se exponen en las múltiples pantallas.

Nos convertimos en fulminantes jueces morales, y aportamos así a que este mundo se ordene.

Luego de cumplir con nuestro importante rol en el sobrepoblado y expuesto territorio social virtual, nos subimos al auto, salimos a la calle y algo cambia.

Estamos ahí, en la intimidad y anonimato que nos da el espacio entre el asiento y el volante, ese que nos empodera de una individualidad egocéntrica y voraz. Y nos transformamos. Sale una especie de Gólum (El señor de los anillos), que puede sacarse los mocos en el semáforo, gritar groserías, atemorizar a peatones, colgarse de la bocina o inventar nuevos carriles en el tráfico para pasar como avispado por sobre los giles que hacen la fila correspondiente, porque tenemos que llegar antes, porque somos más importante que los otros bípedos conductores. (¿Será que un hombre es en esencia, su comportamiento cuando maneja?).

Lo cierto es que todo apunta a que, en lo real o virtual (división dudosa), estamos pasando a conformar una sociedad del narciso. Una sociedad que, como afirma Lipovetsky, ha dejado de reconocer la obligación de unirse a algo que no seamos nosotros mismos.

Hemos sido transformados por la revolución del consumo, mutando a un estilo de vida clientelar, donde, porque pagamos, nos sentimos con un derecho histérico a satisfacer nuestros deseos de manera inmediata.

Por eso, de la sociedad del narciso se da paso fácilmente a la sociedad del miedo, miedo a perder lo que creo que merezco, lo que creo que me corresponde, a que me lo quiten. Los otros se convierten en el lugar del miedo, entonces, más individualistas y desconfiados nos ponemos.

Ahí es cuando me acuerdo del mandamiento: ama al prójimo como a ti mismo. Pero, y sin meterme en los terrenos espirituales, coincido con Kierkegaard, padre del existencialismo, que planteó que el amor no puede ser producto de una orden, no puede ser generado por un imperativo o una necesidad.

Humberto Maturana, biólogo y filósofo, postula al amor como la emoción que puede garantizar la convivencia con el prójimo, y define amor como la aceptación del otro como legítimo otro, sin exigencias. Algo no tan fácil de lograr, sobre todo si consideramos reflexiones como las de Freud sobre el amor al prójimo, que planteó la persistencia de una inclinación fundamental hacia la agresión, una hostilidad mutua primaria. El prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión.

¿Qué hacemos? Creo que hay que repensar la naturaleza misma de la idea del otro y nuestro papel en la convivencia como sujetos sociales, como parte de una comunidad, porque la noción del prójimo perdió su inocencia.

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* Este texto fue motivado por la conferencia ‘Ser digital’, de Tina Zerega, y el libro El prójimo, tres indagaciones en teología política, de Zizek, Santner y Reinhard, por lo que muchas de sus ideas pueden estar camufladas, refraseadas o compartidas. (O)