Cuando los pueblos arrasados por dictaduras autoritarias han terminado por acostumbrarse a la indigna manera de sobrevivir todos los días es cuando la costumbre del sometimiento se ha vuelto materia cotidiana. Si uno debe llenar una cartilla de abastecimiento o cuando un estudiante extranjero de medicina en Cuba me contaba que debía guardar la pata del pollo para que sirviera para unas cuantas sopas más que podría prepararse con ellas, en ese momento el gobierno autoritario parece haber ganado la batalla. Y digo parece, porque siempre hay incluso en los peores momentos de la historia de los cautiverios alguna resistencia heroica que permite que finalmente el pueblo recupere su memoria de la dignidad, se rebele ganando la batalla de la libertad y reencontrándose con la normalidad de la decencia y el verdadero humanismo.

Cuando uno observa a países inmensamente ricos como Venezuela, cuyos habitantes hacen filas para hacerse de lo más elemental para comer o sobrevivir, no encontramos ninguna lógica en el descabellado argumento de que el pueblo es víctima de la conspiración internacional más deleznable que quiere acabar con el régimen autoritario. En verdad, el país productivo es el que ha decidido marcharse cansado de tanto avasallamiento, amenazas e injusticia. Y el país del discurso no puede producir lo que los otros podían hacer porque con la simple declamación no alcanza. Estos gobiernos se han quedado sin enemigos y ahora deben lidiar con sus propios fantasmas. Eso los agotará más temprano que tarde y se verán obligados a buscar fórmulas de apertura que le permitan sobrevivir políticamente. Así lo está haciendo la improductiva Cuba, incapaz de autoabastecerse en lo mínimo, viviendo por años de la ayuda soviética y ahora busca acabar el discurso del embargo como si las negociaciones fueran suficientes por sí solas. Deben buscar devolverles la dignidad a sus pueblos y eso significa reconciliarse con los productores de riquezas, a los que han forzado a emigrar por falta de confianza en esos mismos gobiernos que, habiendo tenido los niveles más altos de rentabilidad del petróleo, hoy viven mendigando lo poco que queda de un país que podría haber sido el más rico del planeta con un gobierno distinto al que tiene.

Ese es el gran fracaso de los gobiernos autoritarios. En el fondo creen que someter a sus pueblos secuestrando su dignidad es solo sostenible con el discurso y el terror. La realidad es la peor de sus amenazas y con ella no se juega. Ella es la única verdad que devuelve la imagen de pueblos hambreados cuando tuvieron todo para ser prósperos y desarrollados. La dignidad de vivir libres es incanjeable en democracia. Es ella la que mide la manera cómo la política en realidad se orienta hacia la gente o es solo la excusa de una camarilla gobernante que infla sus ingresos ilegales en la banca suiza, mientras maldice a los especuladores internacionales. Son ellos que comen bien todos los días. Esa nomenclatura no hierve la pata de pollo cinco veces a la semana para sentir el sabor proteico del animal. Ellos desde sus palacios creen que el pueblo vive bien y los que no, son solo víctimas de una conspiración internacional que pretende acabar con esa nación de héroes desenterrados y decodificados, incapaces todos de hacer que la dignidad y la política –entendida como la búsqueda de bien común– puedan hacer que los habitantes entiendan lo que es vivir dignamente.

La realidad devuelve el rostro verdadero de estos gobiernos a los que se les acabó el discurso y comienza la cuenta regresiva de ellos en el poder. Así de sencillo.(O)

Deben buscar devolverles la dignidad a sus pueblos y eso significa reconciliarse con los productores de riquezas a los que han forzado a emigrar por falta de confianza en esos mismos gobiernos que, habiendo tenido los niveles más altos de rentabilidad del petróleo, hoy viven mendigando lo poco que queda de un país que podría haber sido el más rico del planeta con un gobierno distinto al que tiene.