Más de nueve mil kilómetros me separan de Valérie Trierweiler; al terminar de leer su libro Merci pour ce moment (Gracias por este momento), me siento trastornado; lo que extrae de su transparente intimidad quien fue primera dama de Francia revela una insólita por no decir ingenua o genuina transparencia. No es tan solo el grito desesperado de una mujer enamorada, sino el eco de todas quienes fueron pisoteadas, ignoradas, tambaleadas según el voluble humor de quienes las celaban, las querían como posesiones personales hasta después de haberlas despedido. El más desprendido amor se ve calificar como “faribole” por el presidente Hollande. Faribole viene a significar algo menos que nada, podría haberse dicho fredaine, babiole, bricole, bagatelle, baliverne, calembredaine, sornette. Ciertos hombres pretenden barrer con un simple vocablo un amor puesto a prueba durante casi tres lustros. Es fácil construir un muro a prueba de quejas, de sonidos, de palabras, no se restaña una herida para detener un sangrado, se la ignora o se la vuelve a irritar si tiene la pretensión de querer curarse.

Valérie intenta perderse en medio de libros cuyo aroma le fascina. “El corazón tiene la edad de aquellos que ama”, decía Proust. Ha de existir cierto metabolismo afectivo que rige nuestra forma de digerir la tristeza, pero ella no termina de aprender, aquella confesión pasmosa sigue goteando dolor. El amor absoluto intenta filtrar los peores recuerdos, equilibrarlos con la evocación de un beso en particular, una cena, un paseo. Madame Trierweiller es a la vez una dama, una muchachita como las hay en cualquier pueblo de provincia. Lazos estrechos la unen a su infancia, su terruño, ama las flores, la música, el vino, los niños, las personas de corazón diáfano sin importar el nivel social, el color de la piel. Entre la pasión encendida, la ternura escondida hay lugar para un eventual suicidio aunque existan muchas maneras de morir sin atentar contra nuestra propia vida. Quizás es más fácil tragar de una vez un puñado de pastillas que arrastrar durante años despiadadas cadenas.

François Hollande es víctima de su frenesí. El amor de una mujer, por más incondicional que sea, jamás puede contrarrestar una pasión política. El mutismo del presidente puntuado de órdenes imperativos enciende rupturas que se quieren definitivas, pero reclama derechos supuestamente inalienables. Hollande no entiende que una mujer rompa silencios como el caudaloso río volatiliza una represa, hasta puede pedir un sensual beso de despedida después de hacer trizas catorce años de convivencia. La tranquilidad no solo pertenece a los sabios, a los filósofos, pues quienes balearon a los doce humoristas actuaron con serenidad, no manifestaron prisa alguna, el amor muchas veces oculta crímenes plácidos, torturas sosegadas. Hollande puede por su oficial gestualidad ostentar cierta torpeza, pero más temible es su aturdimiento cuando se trata de tomar decisiones amorosas, llega a comportarse como un hipopótamo en una tienda de alfarería. El libro de Valérie duele, desafía cualquier discusión. Ella es Trierweiller más allá de cualquier contacto con otros apellidos por más destacados que fueran. Estamos hablando de un libro que todo hombre debería leer. (O)