Algo debe ocurrir en lo profundo de la mente colectiva de algunos sectores sociales que buscan acomodarse en las ramas para evitar el esfuerzo de hurgar en las raíces. La reacción de gran parte de la ciudadanía quiteña ante las pancartas colocadas por el Municipio constituye una de las expresiones más recientes de esa conducta. Una campaña orientada a abrir el debate sobre la condición de la mujer como ser humano, con goce pleno de todos sus derechos –incluidos los de definir autónomamente lo que quiere hacer consigo misma y por tanto con su cuerpo–, terminó cuando la atención se centró sobre una sola palabra. Al conservadorismo le espantó que el vocablo puta fuera utilizado en el espacio público, sin entender (o quizás entendiendo perfectamente) que al recluirlo en el ámbito privado y a los momentos de agresión y violencia en contra de la mujer se están alimentando las prácticas que intentaba combatir la campaña.

La mojigatería impidió que se debatiera abiertamente un problema que no se reduce a la violencia en el lenguaje. Cualquier estudiante de los primeros años de Psicología Social o de Lingüística sabe que el calificativo de puta asignado a una mujer por personas cercanas a ella adquiere una connotación muy diferente a la que tiene en otras situaciones. Dicha en el contexto de una pelea, en un partido de fútbol o en el enfrentamiento político constituye un insulto fuerte, pero no califica la conducta específica de la persona a la que se dirige. Por el contrario, cuando alguien cercano (esposo, novio, amigo, hermano, padre) la dirige a una mujer, está atribuyéndole esa condición directamente a ella. Es un juicio de valor que se hace sobre esa persona y por ello es usual que se traduzca en agresiones físicas que, como lo demuestran las frías estadísticas, con demasiada frecuencia llegan a situaciones límites, incluido el asesinato.

Es verdad que la palabra suena fuerte, que tiene enorme carga agresiva y, por tanto, no es el término más apropiado para la conversación familiar ni para las relaciones laborales. Pero, justamente por ello y por la reiterada utilización en los términos señalados antes, era la oportunidad para debatir acerca del uso destacado en la pancarta. El problema central no es la difusión pública de una palabra que pueda herir los oídos delicados, sino la utilización de ese vocablo para impedir la plena realización de una mujer como ser humano y las consecuencias que se derivan de ese uso.

Ese es el tema que no pudo ser abordado por obra y gracia de la mojigatería. Su vitalidad y su fuerza quedaron demostradas cuando el Municipio –en una manifestación de la superficialidad y la debilidad con que se tratan los asuntos de fondo– no se tomó sino unas horas para ordenar el retiro de las vallas. Todo lleva a pensar que hasta ahí llegó la campaña que, por cierto, apareció como producto de una concejala aislada más que como una decisión institucional.

Para qué hablar de la famosa restauración conservadora. No se restaura lo vigente. (O)