En medio de una conversación entre amigos surgió la frase con que titulo esta columna, y quien la profirió se extendió con largueza en las cualidades de un destinatario, confirmadas a plenitud cuando se produjo el encuentro real. Se trata de un caso de amistad, pero nos dimos cuenta de que vale para cualquier relación iniciada al calor (si es que pudiera aplicarse este lindo adverbio) del cruce de correos electrónicos.

Todo se concreta en el estilo. Carente la comunicación escrita de la enorme carga semántica de la gestualidad –no hay apretón de manos, besos en la mejilla, mirada directa a los ojos, entonación de la voz y demás emanaciones del yo–, los textos tienen que presentar el lado humano, el rudimentario diseño de una persona.

Como hay un general descuido sobre estas realidades de la escritura, la proliferación de textos directos, rudos, hasta groseros se ha multiplicado en toda forma de comunicación, en aras del ahorro de tiempo y más que nada por ese aire de invisibilidad que dan las redes sociales. Se escribe con alguna idea entre ceja y ceja –hasta con un blanco individual– pero se dispara con la sensación de echar una gota más al mar. Pero cada emisor tiene un mundillo concreto de conocidos que borda interpretaciones en torno de lo que parece un mensaje general, amplio, impreciso. En el fondo, seguimos presentándonos como quienes somos en cada texto.

La ortografía abrillanta unas líneas o devalúa la mano de quien las estropeó. Todavía somos muy sensibles a la “recta escritura” (que eso es lo que significa la palabra), o tal vez mi impresión es generacional y a la gente joven le importa poco. Lo cierto es que así como se cometen barbaridades ortográficas en la red, se las corrige y critica. La sintaxis de los tuits –estricto campo de los 140 caracteres– consiste en la primera habilidad del redactor. La brevedad no debe ir reñida con la corrección. Apretar, condensar el mensaje de forma entendible y pertinente, echarle encima una chispa de originalidad, hace del tuitear un juego casi artístico.

Confieso que me desespero frente a líneas carentes de puntuación, tildes y mayúsculas. Cuando me inicié en el ejercicio electrónico, simplemente no sabía utilizar el celular y salían mis mensajillos sin signos de apertura, por ejemplo. Alguien me lo reprochó. Y me esforcé por aprender, porque la corrección es necesaria y bella.

¿Tendrán todo esto en cuenta los escribientes? Yo le sigo la pista a la catarata de agresividad de muchos mensajes. A ese humor que se arrastra entre bajezas y palabrotas, a esa aparente generalización que lleva una dirección única, es decir, a las máscaras del lenguaje que dejan pasar los rasgos de una cara deformada de pasioncillas mezquinas. El ambiente está enrarecido y la violencia verbal azuzada desde las alturas. La diferencia de criterio no se exhibe con ideas, sino con insultos.

Entonces, estoy de acuerdo con mi dialogante en que en medio de estos océanos embravecidos de palabras airadas, hay escritura que enamora, hay vocativos que nos enlazan en la mirada de amabilidad, en el abrazo del interés, en la sonrisa del respeto. Y sea cual fuere la razón del contacto inicial, nos dejan con la ilusión de que tenemos un nuevo amigo. (O)