La historia la leí originalmente en un libro de Claudio Magris, Lejos de dónde, y la vuelve a citar otro escritor italiano, Giorgio Agamben, en su libro más reciente, cuyo título traduzco literalmente: El fuego y el relato. Ellos, a su vez, refieren de donde tomaron la historia, del libro de Gershom Scholem, Las grandes corrientes de la mística hebrea, quien, a su vez, señaló que su fuente fue Yosef Agnon. Esta arqueología del origen del relato no es un manierismo, sino que está profundamente ligado a lo que cuenta la historia, que es la siguiente:

Cuando Báàl-shem, más conocido como Baal Shemtov, (fundador del jasidismo, esa escuela hermenéutica originaria del siglo XVIII, ubicada en los confines de Bielorrusia y Ucrania, famosa por sus relatos llenos de sabiduría), tenía que resolver un problema particularmente difícil, se retiraba a un lugar en el bosque, encendía un fuego, rezaba sus plegarias, y, así, absorto en su meditación, resolvía el problema. Cuando una generación después, el Maggíd de Meseritz se encontraba en una situación parecida, iba al mismo lugar en el bosque y se decía: ya no sabemos encender el fuego, pero podemos decir las plegarias. Y así el problema se resolvía. Todavía una generación después, el rabino Moshè Leib de Sassov, cuando debía resolver otro problema igual de grave, también iba al bosque y decía: no podemos encender el fuego y no conocemos más las plegarias, pero conocemos el lugar en el bosque y eso debe bastar Y, en efecto, bastaba. Pero cuando nuevamente, una generación después, el rabino Yisra’èl de Rischin tuvo que afrontar el mismo problema, este se quedó sentado en una silla dorada, en su castillo, y dijo: no podemos hacer el fuego, no podemos decir las plegarias, y no conocemos más el lugar en el bosque, pero de todo esto podemos contar una historia. Y una vez más, frente al problema, eso bastaba.

Palabra más, palabra menos, la versión de Magris y la de Agamben coinciden. Yo no tengo el libro de Scholem, que es casi decir que he perdido la referencia del lugar del bosque, pero me basta por ahora tener las dos versiones contrastadas. Magris señalaba que el problema a resolver tenía que ver con “algo secreto para el bien de los humanos”, pero no dice de qué se trata. En realidad, importa poco o, mejor dicho, se adapta ese secreto al de quien recibe la historia y la interpreta. Esto le servía a Magris para explicar el mundo narrativo de Joseph Roth, al que está dedicado Lejos de dónde, en el que se aborda el mundo en disolución del imperio austrohúngaro sobre el que tan bien escribió Roth en novelas emblemáticas como Fuga sin fin, La marcha de Radetzky u Hotel Savoy.

La interpretación de Agamben, en cambio, es de tipo filosófico, lo que en su línea se vuelve una investigación filológica, rastreando el origen de las palabras. A Agamben le fascinan los misterios iniciáticos de Eleusis, y este relato jasídico es un pórtico para acercarse a la cuota de misterio que hay en esa escalada, de orden cabalístico, entre un origen perdido y los progresivos resplandores en el que encuentra una epistemología válida para entender el arte literario. Lo que queda del misterio, al estar ubicados lejos de él y pedírselo a la literatura, como una forma secular de plegaria, es precario. Agamben nos explica el origen de la palabra “precario” como aquello que se obtiene de una plegaria, una petición verbal. El problema que señala Agamben es que al contar una historia –o una novela– esta puede perder su misterio cuando se disuelve en la Historia, con mayúscula. Por Historia entiende una ordenación racional, esquemática, unidireccional, de los posibles sentidos en la concordancia de los tiempos y de las múltiples historias. Que una novela, por ejemplo, surja de la necesidad de compensar algo que no puede referirse literalmente por los acontecimientos históricos y sobre los que faltan documentos probatorios, pero que gracias a esa carencia abre una nueva dimensión que molesta a los historiadores y a los detentadores de un poder incuestionable o central, de un discurso único, señala que esa condición precaria de la literatura es, paradójicamente, su fuerza. Es necesaria la pérdida para ganar la única riqueza que nos queda frente a lo perdido: el lenguaje.

Sospecho que la escritura es una forma de ceniza, consumido el mundo original, indemostrable, irremontable, demasiado remoto como para exhibirlo a manera de documentación o testimonio. Pero es una ceniza que resguarda una brasa, un rescoldo, y si los lectores saben soplar, si los escritores saben consumir lo perdido sin pretensión de trasponerlo sino de evocarlo –de allí que las novelas excesivamente sometidas a lo real se debilitan con el resplandor enceguecedor del dato, que no le pertenece en esencia–, solo entonces se podrá volver a encender la llama. Son palabras débiles, resultados precarios, y la literatura quizá nunca tuvo otra aspiración que ese soplo débil que tan bien resume la fugacidad, por ejemplo, de la poesía. Pero es que allí opera su fuerza. Hay que contar las historias perdidas aunque parezca que es la Historia la que se lleva el relato central. Habría que rastrear ese origen inicial que duerme en el núcleo mismo de palabras que bailan hoy en día en el magma turbulento del lenguaje mediático: terrorismo, fundamentalismo, religión, dios, democracia, libertad, represión, censura, dictadura, totalitarismo, capitalismo, liberalismo, izquierda, derecha, centro, sexo, amistad. Darles un relato para huir de la abstracción final en la que se pierde el fuego: palabras sin historia, palabras sin memoria, palabras sin personajes concretos: palabrería que parece mover el mundo y que, sin embargo, lo que hace es ensuciarlo y entorpecerlo. Quizá la vía sea hacerlo en un relato suave, sin bosque, sin fuego, sin plegarias. Y ese relato suave, a veces un cuento, a veces una novela sin escándalo y sin tremendismo, exacto y lúcido, con un humor honesto, sea el camino crítico para volver a nuestro lugar en el bosque. (O)

Sospecho que la escritura es una forma de ceniza, consumido el mundo original, indemostrable, irremontable, demasiado remoto como para exhibirlo a manera de documentación o testimonio.