En plena euforia por la larga bonanza petrolera a inicios del 2013, el Gobierno promovió la imagen de que Ecuador, merced a su exitoso modelo de desarrollo, era el jaguar sudamericano, en un manifiesto afán comparativo con los “tigres asiáticos”, países en vías de desarrollo que habían dado el salto como nuevos actores en el escenario mundial.

Respondía a la intención de mercadeo del suceso de un país del socialismo del siglo XXI, que estaba obteniendo resultados en lo económico y social que permitían romper viejos moldes del capitalismo global.

Los críticos siempre pensaron que la originalidad del modelo respondía más a un interés de promoción que a fortalezas estructurales que permitieran su sostenimiento, debido a la excesiva vulnerabilidad de una economía dolarizada a los choques externos y, en particular, a las fluctuaciones de precio del crudo, nuestra principal fuente de divisas.

Se consideró que la “recuperación del Estado” luego de la larga noche neoliberal sería medio y fin para lograr una sociedad más justa y equitativa; que el gasto público intensivo sería la clave para romper el nudo gordiano del subdesarrollo que permitiría a los ecuatorianos alcanzar el “bien vivir” o sumak kawsay.

El dilema es cómo mantener la visión y el modelo económico que la sustentaba ahora que el dinero público escasea. Ante la falta del motor del gasto que se podría mantener lentificado en el mediano plazo, solo cabe innovar reformulando los paradigmas revolucionarios.

Las primeras señales son preocupantes. Una nueva reforma tributaria bajo el rótulo de Ley de Incentivos, que como tal solo parece destinada a los proyectos faraónicos del cambio de la matriz productiva, pero en ningún caso al fomento de la inversión establecida en el país. Una severa restricción a la importación de vehículos y CKD (partes y piezas), que por su cuantía linda con la desproporción e irracionalidad, así como una salvaguardia cambiaria general a las importaciones de Colombia y Perú que deberá quedar sujeta a revisión debido a que afecta principalmente a materias primas, insumos y bienes de capital necesarios para la industria nacional.

Lo recomendable es mantener la cabeza fría para no precipitarse y después estar obligado a correcciones, que desacreditan la seriedad en la adopción de medidas de ajuste.

Ante la dificultad de cumplir las metas de inversión pública, lo lógico sería estimular el ambiente que facilite la inversión privada nacional y extranjera. Aunque los pasos que se dan siempre están en dirección contraria. Tal parece que el Gobierno no tiene esa capacidad en su disco duro y peor atina con la aplicación de un software amigable. Sencillamente, siguen perdidos.

Lo del fondo de ahorro hubiera sido deseable, pero ha prevalecido el criterio de gastarse hasta el último centavo. Ante las circunstancias son pocas las opciones, pero queda la impresión de que la factura la terminará pagando el sector privado antes que el público que, a pesar de haber reducido el presupuesto del Estado, evita hablar de austeridad.

La cojera del jaguar es patente y ante su debilitamiento solo cabe un mea culpa por su excesivo orgullo, procurando con modestia las asistencias requeridas para recuperar su andar, imponiéndose como contrición apartar hacia futuro falsas pretensiones. (O)