Amanecer el día viernes 23 de enero con la noticia de la muerte de Pedro Lemebel fue impactante. Es cierto que vamos de muerto en muerto, que una forma de la cotidianidad es integrar la noticia del reciente desaparecido y hablar un poco sobre él hasta el próximo nombre. Pero cada caso es único y nos remece más o menos, según las repercusiones de ese nombre en nuestras individualidades.

Se me movió por dentro todo lo que sabía sobre él: el hallazgo maravillado de Loco afán, allá por el año 2000, en Quito –cuando su autor lo había publicado en 1996– con el visible aliento de la crónica urbana, transformadora de la narración periodística, en la confianza de que todo lo que leíamos era cierto. Páginas desparpajadas, con “locas” maquilladas y coquetas en montones de cuadros vivos, intensos, populares. La “loca”, que con Lemebel a la cabeza, se hizo personaje porque aleteó tanto en la literatura como en las calles con ese sonoro “Hablo por mi diferencia/ defiendo lo que soy/ Y no soy tan raro/ Me apesta la injusticia”, versos de su Manifiesto, que leyó entero en una plaza pública combatiendo la dictadura de Pinochet y con una hoz pintada en el rostro.

Dentro de la dupla Las yeguas del apocalipsis redondeó su figura pública a partir de obra artística visual, pero su voz se particularizó desde programas radiales y escritura en revista y medios impresos. Asombraba conocer que se atreviera a tanto en un país conservador como Chile, que proclamara su derecho a elegir una militancia homosexual y travesti, que tomara el apellido de su madre por “una alianza con lo femenino” y que hablara de sí mismo en ese pronombre. Recuerdo que leí alguna reseña de una presentación de un libro suyo que hiciera Carlos Monsiváis, todo él fúnebre en su traje negro, mientras Pedro exultaba feminidad sobre tacones rojos.

La única novela que escribió, Yo te quiero torero (2001), fue un éxito total, pero él siguió fiel a la crónica, esa que escribió con estilo lenguaraz, con sinceridad molestosa y que extrajo sus mejores temas de barrios pobres, mercados abarrotados y personas anónimas. Espetó verdades que fastidiaron a muchos de su contorno, porque visibilizó aspectos de la vida que la mayoría prefiere dejar en silencio, pasar de lado, condenar a la oscuridad. He revisado los periódicos chilenos que dieron la noticia y entre los comentarios de los lectores se han deslizado líneas envenenadas junto a las que profesan admiración y homenaje.

Ese hombre que levantó una gran voz, que dictó conferencias en universidades como Stanford, paradójicamente se quedó mudo. Un cáncer a la laringe lo atacó hace tres años y lo acaba de vencer. Lo positivo es que la sociedad chilena ha ido cambiando como para reconocerle su puesto entre quienes dejan un legado significativo. Si bien nunca le dio el Premio Nacional de Literatura (al que estaba candidatizado), se le hacen honras fúnebres públicas en una iglesia de Santiago.

Lemebel pasó por el Ecuador un par de veces, para unas de esas vitrinas de actualidad que son las ferias de libro. Supe que hizo exposiciones desafiantes propias de su habla “coliza” (homosexual en jerga chilena), no lo conocí, y sé que yo fui quien salió perdiendo. (O)