“La libertad es el derecho de decirle a la gente aquello que no quiere escuchar” (George Orwell). Así, la libertad es una aspiración ideal y permanente en busca de lo que con frecuencia los seres humanos eludimos porque nos resulta insoportable: la verdad. Si fuera posible de esa manera, la libertad permitiría el decir y nos obligaría a escuchar de vuelta, sin retaliaciones ni demandas judiciales. En la realidad, el único lugar en el que nos obligamos a decir(nos) lo que preferiríamos callar y a oír(nos) lo que no queremos es en el diván del psicoanalista. Por ello, intuyendo nuestras limitaciones, los ecuatorianos aceptamos una Ley de Comunicación que más bien asegura el derecho de la gente de no escuchar lo que no quiere y de ignorar lo que prefiere no saber.

Aceptamos esta ley porque la definición de Orwell nos sobrecoge y nos sobrepasa. La libertad orwelliana supone una responsabilidad por nuestro decir que no estamos dispuestos a asumir, y una intolerable consecuencia en el tener que escuchar cualquier cosa que se proponga en el nombre de eso que está en construcción interminable: la verdad. Por ello otorgamos el estatuto de lo “tabú” y de lo “sagrado”, propio de las religiones, a los grandes mitos sobre los que reposa nuestra nacionalidad, incluyendo los mitos actuales que el poder sigue estableciendo. Así, la historia deviene “historia oficial” incuestionable, incluso si se refiere a acontecimientos que ocurrieron en los últimos años y que no están completamente esclarecidos. Ello eleva a la categoría de verdades consagradas ciertas hipótesis que se repiten como holofrases inexpugnables, como esa del “intentodegolpedestadoblando”.

Una verdad consagrada detiene la búsqueda de la verdad y convierte en anatema a quien la impugne. De allí surgieron las guerras santas contra los infieles, no solamente las que causaron y siguen produciendo tantos muertos en el nombre de todas las religiones monoteístas, sino las incruentas batallas judiciales y políticas que se libran todos los días en diferentes países en beneficio del poder. En consecuencia, ello convierte al líder en el guardián de la moral pública y en el único intérprete autorizado para develar el significado único de todos los acontecimientos de la vida pública nacional e internacional. En ese estado de cosas y en ese Estado de La Cosa, la opinión estorba y finalmente se vuelve prescindible, la comunicación es un pretexto y lo que importa es lo que se presenta como información “veraz y objetiva”.

Así, los tuiteos criollos que aquí afirmaron “Yo soy Charlie” no pasan de la solidaridad genuina y bienintencionada, cuando no se quedaron en la novelería o en la figuración pública; porque en el Ecuador una revista como Charlie Hebdo no habría pasado de su primer número: la Ley de Comunicación no lo habría permitido y la sensibilidad de nuestra opinión pública no lo habría soportado. Ello nos conduce a la pregunta de fondo: ¿Cuánta libertad de pensamiento y de expresión estamos dispuestos a asumir los ecuatorianos? Porque no está en el Gran Otro la potestad de concedérnosla y de dosificarla mediante una ley creada para el efecto. Está en la subjetividad responsable de cada uno la decisión de ejercerla y de afrontar las consecuencias. (O)