“Cualquier moneda es, en rigor, un repertorio de futuros posibles”. Borges define así el dinero, y lo hace mejor que cualquier economista. Porque ahí radica el valor de la plata en definitiva: en las expectativas de intercambio que brinda. Mientras más pueda adquirir una persona a cambio de una cantidad determinada de dinero, mayores son las posibilidades de obtener las cosas que necesita o anhela. Acumularlo abre alternativas nuevas, por eso lo atesoramos con tanto cuidado.

De ahí que la política monetaria –el poder de alterar el valor del dinero mediante inflación– sea tan importante. Se trata de las legítimas expectativas de todos aquellos que reciben un sueldo a final de mes, de quienes ahorran toda una vida, de quienes invierten el fruto de su esfuerzo. Si el valor de la moneda cae, con él caen sueños, sueldos, ahorros, inversiones, etcétera. De eso hablamos cuando tocamos el tema de la dolarización.

Las peores crisis de la historia se han desatado por devaluaciones monetarias. Fenómenos como el auge del nazismo se explican porque el socialismo alemán prendió durante los años veinte las máquinas de hacer billetes para enfrentar la turbulencia. Stefan Zweig, que lo vivió en carne propia, expuso claramente la moraleja: “Hay que recordar siempre que nada exasperó tanto al pueblo alemán, nada lo tornó tan maniático del odio, tan maduro para Hitler, como la inflación”.

Los revolucionarios franceses se guillotinaron ellos mismos en 1790, cuando decidieron emitir billetes para contrarrestar la crisis. El desbarajuste posterior pavimentó el camino para la llegada de Napoleón. Otros eventos más cercanos como el Caracazo de 1989 –tumulto social que explica la llegada de Chávez– son atribuibles a los juegos políticos con el valor del dinero. Pregunten a los peruanos lo que sufrieron con la hiperinflación de 1987 a 1990, fenómeno que aupó al contrincante del gobierno, un tal Fujimori. Y pregunten también a los venezolanos y argentinos, que hoy precisamente padecen los desvaríos monetarios de sus mandatarios.

Ecuador también ha tenido experiencias traumáticas. ¿Saben cuál fue la razón principal de las protestas que derivaron en la matanza de los trabajadores del 15 de noviembre de 1922? Una aguda devaluación. Esos trabajadores murieron reclamando porque su sueldo valía menos al final del mes. ¿Saben qué precipitó el colapso económico de 1999? Que al Banco Central no se le ocurrió nada mejor que emitir sucres a mansalva para contrarrestar la falta de liquidez originada por el congelamiento de depósitos, creando así una devaluación crónica que obligó a dolarizar.

La dolarización trajo muchos beneficios, especialmente para las clases medias y pobres que ya no ven evaporarse su capacidad adquisitiva mes a mes, que accedieron a créditos de consumo con intereses moderados. Más aún, la dolarización obliga a nuestros sectores exportadores a crecer por el único camino legítimo para un empresario, el de la mayor productividad y la sagacidad para superar los malos ratos. Además, la dolarización impide pasarle la factura a los demás mediante devaluaciones. Esto es lo que nos diferencia, recuérdese bien, de Venezuela o Argentina.

Tengamos cuidado cuando debatamos sobre la dolarización. Nunca subestimemos el poder del dinero. (O)